Después de 62 muertos, en los centros penitenciarios del Estado de Maranhão persiste la rutina de los malos tratos policiales
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AFONSO BENITES São Luís 16 ENE 2014 - 02:48 CET
Un preso está encerrado en un espacio que un día fue un cuarto de baño. En una área inferior a cuatro metros cuadrados hay un agujero en el suelo para que haga sus necesidades. Al lado de ese urinario improvisado, hay un tupper con arroz, judías y un pedazo de carne con un color verduzco que apenas ha tocado. El prisionero en cuestión, es Railson Amorim Silva, 21 años. Con más de 1,85m de altura, apenas cabe acostado en la celda, que no tiene ni colchón.
Detenido por robo el último día de 2013 se queja de que no tuvo acceso a abogados y cuenta que la situación en la que está hoy, encerrado solo en un antiguo cuarto de baño en el Complejo de Pedrinhas, en São Luís, la capital del Estado brasileño de Maranhão, es mejor que la que vivió los tres días anteriores. “Estuve tres días esposado en el banco de la entrada del presidio porque no había plaza en las celdas”, afirma el detenido.
En las celdas contiguas a la suya, la situación también es caótica. En espacios donde cabrían seis personas, hay 16 o hasta 18. Los tuppersde esos otros presos también parecen estar en malas condiciones. El olor a comida podrida se mezcla con el de sudor, de hachís y de heces que salen de los espacios que, bajo un techo de cinc, tienen poquísima ventilación. El termómetro marca 33º C. “Ese mal olor es lo de menos. Lo difícil es ser el saco de golpes de la policía”, dijo uno de los detenidos que no quiso identificarse.
La serie de relatos de golpes y torturas por parte de los policías y agentes penitenciarios lleva a los familiares de los presos a temer una masacre como la ocurrida en octubre de 1992 en la prisión de Carandiru, en el Estado de São Paulo, cuando 111 presos fueron asesinados por policías militares. En los últimos 12 meses al menos 62 detenidos han muerto asesinados en prisiones de Maranhão, algunos decapitados, la mayoría por los propios compañeros, pero hay quién dice que otros fueron asesinados por policías o agentes de seguridad. El hecho es que ninguno de los casos fue aclarado por la policía todavía.
“Cada día recibimos más gente preocupada con la situación de sus familiares presos. El miedo antes era por los presos de las facciones. Ahora también es por los policías que están dentro de los presidios”, afirmó Josiane Gamba, de la Sociedad Marañense de Derechos Humanos.
Una de las que relata ese temor es la profesora de yoga Nora Darragona. Madre de un detenido de 21 años, condenado a seis años por tentativa de robo, ella dice que las prisiones marañenses son campos de concentración modernos. Días atrás, dice ella, los agentes invadieron una celda y pidieron dinero para no incautar un celular de un preso. Como ese condenado dijo que no pagaría el soborno y decidió romper el teléfono, se inició una sesión de golpes a los 12 reos que estaban en el calabozo. Uno de ellos, que se negó a entregar un diario en que anotaba sus experiencias en la cárcel, fue forzado a tragar varias hojas de ese cuaderno.
En otra ocasión, los agentes y policías iniciaron una inspección de rutina en una celda y determinaron que todos los detenidos se quedaran en calzoncillos. Uno de los hombres dijo que no tenía y pidió quedarse solo el bañador. Por esa razón fue agredido.
“Estamos viviendo una situación que está fuera de control. Solo queremos que los presos sean tratados de manera humana. Llego a pensar que mi hijo no saldrá vivo de allá. Él incluso ya dijo que puede morir en cualquier momento. Y si sale vivo, no sé si se recuperará. La esperanza es pequeña”, afirmó Darragona. El año pasado, durante un motín, dispararon a su hijo por la espalda. Estuvo días sin recibir atención y, cuando la profesora preguntó a los directores del presidio quien habría disparado en el muchacho, la respuesta que escuchó fue: “Fue el Estado quien disparó”.
Madre de uno de los 62 prisioneros asesinados en los últimos meses, la camarera Maria Raimunda Siqueira Santana dice que las amenazas contra los presos son frecuentes. De un lado están los propios compañeros que quieren subyugar a los presos y forzarlos a que sigan las órdenes de una de las dos mayores facciones que actúan en los presidios, el Bonde dos 40 (el tranvía de los 40) y el primer Comando de Maranhão (PCM). Al otro lado, están los policías y agentes penitenciarios que no respetan los derechos de los detenidos. “Tengo la impresión de que mi hijo murió porque no se unió a los presos y quedó sin la protección de nadie. Cuando necesitó ser protegido, algún policía lo mató. Pero no puedo acusar a nadie porque el caso no fue investigado”, afirmó Santana. Su hijo era Giulete Santana, un adicto al crack de 19 años que fue detenido por robar dos celulares. Murió con un tiro en la cabeza. El arma usada fue una pistola del calibre 40, la misma de las fuerzas policiales.
Rafael Custódio, abogado y uno de los coordinadores de la ONG Conectas Derechos Humanos, resumió de la siguiente manera esa batalla por el preso marañense: “Al ausentarse, el poder público coloca el preso a la venta y el crimen organizado lo compra y vende”.
Una familia decapitada
La tragedia marañense también destrozó una familia entera el día 17 de diciembre del año pasado. A un padre, su hijo y su yerno les arrancaron las cabezas del cuerpo tras una pelea. Las causas de los asesinatos no se aclararon, igual que en el resto de casos, pero relatos recopilados por policías muestran que los tres se negaron a aceptar órdenes de algunos de los miembros del Bonde dos 40.
“Mi padre, mi hermano y mi marido tenían más de cien perforaciones cada uno. Nosotros los vimos entrar en la prisión y fuimos buscar sus cuerpos sin cabezas. Fue así que el Estado decidió penalizarlos por sus crímenes”, afirmó la estudiante de derecho Adriane Oliveira Ribeiro. Su padre y su hermano de, el comerciante Manoel de Santos Ribeiro, 46, y el panadero Gilson Gley Rodrigues Silva, 26, fueron detenidos por tráfico. Su marido, Dyego Michel Mendes Conejo, 21, fue detenido por porte de armas.
Con solo el 1% de los 550.000 presos brasileños, el Estado de Maranhão registró el año pasado el 27% de los 218 homicidios en penitenciarías del país. “No somos el Estado con el mayor índice de prisioneros, pero aún así tenemos muchas muertes por culpa de la ausencia del gobierno, la falta de control de las cárceles y la falta de respeto de los derechos humanos”, afirmó el presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Orden de los Abogados del Brasil (OAB) de Maranhão, Luis Alberto Pedrosa.
Delegado de policía y secretario de Justicia y Administración Penitenciaria, Sebastião Uchoa dice que parte de las denuncias de malos tratos de los familiares de los presos, así como de los propios detenidos no son verídicas. Según él, todo lo que sea denunciado será investigado por la policía y por su departamento. “Soy un defensor de los derechos humanos y quiero transparencia. Estamos en una crisis, pero buena parte de esos relatos sobre la acción de los policías son mentirosos. Aquí no maquillamos nada”, declaró.
Motivados por ONGs, la Organización de los Estados Americanos y los Consejos Nacionales de Justicia y del Ministerio Público emitieron informes que concluyeron que Maranhão no ha sido capaz de contener la crisis. Los gobiernos estatal y federal solo se sensibilizaron con la situación después de la muerte de la estudiante Ana Clara Santos, de seis años, durante una serie de ataques a autobuses el día 3 de enero. Los crímenes fueron ordenados por jefes de facciones criminales que están presos en São Luís. Además de la chica que murió, otras cuatro personas resultaron heridas, entre ellas, la madre, una hermana de la niña y un hombre que intentó salvarlas de las llamas que quemaron el autobús donde estaban.
El ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo, y la gobernadora Roseana Sarney crearon un comité para intentar resolver la crisis. Las acciones comenzaron a ser implantadas esta semana, como la transferencia de presos y un grupo de trabajo judicial para analizar la situación de los detenidos. El pasado martes, la Justicia ordenó que el Estado construyera nuevos presidios en 60 días. El Estado dice que ha empleado todos los esfuerzos para acabar con los problemas de superpoblación de las cárceles.
¿Y cómo acabar con ese Carandiru marañense? Raimundo César Martins, agente penitenciario hace 25 años y militante en ONGs, tiene una sugerencia que va más allá de la estructura física: “Solo hay que explotar todo y comenzar de cero”.
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