LUCHA CONTRA EL TERRORISMO EN IRAK
Kerbala abre sus puertas a los desplazados suníes de Faluya
Alarmados por la guerra sectaria, dirigentes religiosos y políticos chiíes intentan tender puentes entre las dos comunidades en Irak
ÁNGELES ESPINOSA ENVIADA ESPECIAL, Kerbala 3 FEB 2014 - 00:20 CET
La habitación es pequeña, pero tiene lo imprescindible. Abir Kamel, una tía, los seis hijos de ambas y su suegra se las arreglan para dormir en las dos camas. Detrás de la puerta cuelgan las cuatro ropas que lograron sacar cuando huyeron de la ciudad iraquí de Faluya el pasado fin de semana. Para entonces llevaban 20 días oyendo explosiones y disparos. “Aquí estamos seguras y protegidas. Hay familias que no han podido salir”, resume la mujer agradecida. Como ellas, 175 familias de la muy suní Faluya están acogidas a las afueras de Kerbala en el albergue de peregrinos Medinat Zaherin, una institución chií dependiente del santuario del imán Husein.
Hasta ahora, 37.283 familias (unas 225.000 personas) han abandonado sus casas en las ciudades de Faluya y Ramadi debido a los combates entre el Ejército iraquí y la rama local de Al Qaeda, el Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL), que ayer volvían a enfrentarse en los barrios del sur de la segunda de esas ciudades. Con las tribus locales divididas en el apoyo a los contendientes, los civiles han quedado atrapados en medio. La mayoría se han refugiado en escuelas, mezquitas y casas de parientes en la propia provincia de Al Anbar, pero al prolongarse los enfrentamientos también están llegando a otras vecinas.
“Al principio, pensábamos que los combates durarían tres o cuatro días”, cuenta Kamel para explicar por qué tardaron tanto en salir de la ciudad. “Tampoco teníamos a dónde ir, pero al oír por televisión el anuncio de los responsables del santuario, decidimos venir”, relata sin dejar entrever la menor sorpresa porque haya sido una institución religiosa chií la que haya abierto sus puertas a desplazados suníes. “Nos han recibido muy bien; nos tratan como hermanos”, declara.
“Todos somos musulmanes, los chiíes y los suníes no somos distintos; somos un solo Irak”, me regaña Abu Ahmed en un corrillo de hombres que matan el tiempo charlando al sol del mediodía. Les ha molestado que pregunte por las diferencias entre las dos confesiones religiosas. “Eso es cosa de los dirigentes políticos, de la lucha de los partidos por el poder”, explica Abu Ahmed ante el asentimiento generalizado. Solo uno de los presentes atribuye el enfrentamiento “a los líderes religiosos”.
Entre los hombres del centro de acogida de Kerbala hay funcionarios y algún policía, a quienes por cobrar del Gobierno podría considerárseles más afines. Pero la mayoría se declaran obreros. Evitan sin embargo tomar partido por ninguno de los combatientes. “Las tropas combaten contra tipos armados”, aseguran. ¿Miembros de Al Qaeda? “No lo sabemos, van encapuchados”, dicen varios entrevistados. Solo unas mujeres se muestran un poco más explícitas y cuentan que algunos policías se quitaron los uniformes y dejaron el trabajo. “Son terroristas”, apunta el encargado del centro. “Eso, terroristas”, repiten sin mucha convicción.
Significativamente, en un momento en que analistas y observadores hablan de Irak (y Siria) como campo de batalla de una guerra regional entre chiíes y suníes, hay sectores iraquíes que intentan no entrar en ese peligroso juego del sectarismo. El gesto de los responsables del santuario, como la reacción de los acogidos, respalda la idea de que lo que está sucediendo en Irak no es el resultado de odios ancestrales y diferencias culturales irreconciliables, sino más bien del fracaso de los políticos para compartir el poder.
“Los líderes religiosos chiíes han hecho llamamientos a la unidad, tal vez porque saben que el peso numérico de su comunidad garantiza que esta mantenga el poder después de todo”, apunta un diplomático occidental.
Desde el derrocamiento de Sadam Husein, la iconografía chií ha inundado el paisaje urbano y los retratos del imán Husein han reemplazado a los del tirano en plazas, calles y edificios no ya de las ciudades santas de Nayaf y Kerbala, sino de la propia Bagdad. Lo que para unos es una reafirmación de su identidad suprimida durante décadas, para otros supone sin duda un amargo recuerdo del poder perdido y de su nuevo estatus como minoría. Se estima que los árabes suníes apenas suponen el 20% de la población frente al 60% de árabes chiíes; el resto son kurdos (mayoritariamente suníes), algunos cristianos y otras pequeñas minorías.
Aun así, ni siquiera los jefes tribales de Al Anbar, bien apoyen al Gobierno o a los insurgentes, hablan en términos sectarios. Tampoco aceptan el término “terroristas” con el que el primer ministro, Nuri al Maliki, parece englobar tanto a los miembros del EIIL como a los activistas suníes que protestan contra la discriminación legal y económica de su comunidad.
“El Gobierno dice que está combatiendo al EIIL, pero quien está pagando el pato es la población civil; los hijos de Al Anbar solo exigimos nuestros derechos”, asegura por teléfono desde Faluya el jeque Mohamed al Bajari.
Los rivales políticos de Al Maliki le responsabilizan de haber desencadenado la actual espiral de violencia en Al Anbar. El pasado 21 de diciembre, el EIIL tendió una emboscada a una unidad del Ejército en la provincia de Nínive, cerca de la frontera con Siria, y mató a varios oficiales. En un inusual gesto de unidad nacional, el ataque fue condenado por todo el país, incluidos los líderes tribales suníes de la problemática provincia. Sin embargo, el primer ministro lo utilizó de pretexto para atacar a los activistas suníes que protestaban contra sus políticas, vinculándolos con el EIIL, lo que enfureció a las tribus, algunas de las cuales unieron fuerzas con ese grupo.
Al Maliki, que está al frente del Gobierno desde 2006, tampoco ha querido saber nada de una iniciativa lanzada por Ammar al Hakim, el líder del chií Consejo Islámico Supremo, para normalizar la situación en Al Anbar. La propuesta, que ha sido bien recibida tanto por la oposición iraquí como por la ONU y varias cancillerías occidentales, contempla invertir 4.000 millones de dólares durante los próximos cuatro años para reconstruir la provincia, crear empleo y formar un consejo de líderes tribales, además de unidades de autodefensa.
Durante una visita a Bagdad en enero, el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, instó al primer ministro a abrir vías de diálogo con los suníes para resolver el problema de Al Anbar. Su respuesta fue que no se puede negociar con insurgentes vinculados con Al Qaeda. El miércoles, durante su intervención semanal televisada, Al Maliki volvió a prometer “aplastar a Al Qaeda” y pidió a los líderes tribales de Faluya que saquen a sus hombres de la ciudad, dando a entender que el Ejército va a tomarla de un momento a otro.
Mientras esa amenaza siga pendiente, ni Abir Kamel ni el resto de las familias acogidas en Kerbala y otras provincias se plantean regresar a casa. “Si no se calma, no queremos volver”, asegura la mujer mientras agarra con fuerza a dos de sus hijos.
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