El secretario del Partido Demócrata acepta "con reservas" el encargo del jefe de Estado, por lo que se tomará un tiempo para hacer sus consultas
Tarjeta amarilla para ordenar el juego político
PABLO ORDAZ / EFE Roma 17 FEB 2014 - 12:10 CET
El secretario del Partido Demócrata (PD) italiano, Matteo Renzi, de 39 años, aceptó hoy "con reservas" el encargo del jefe de Estado, Giorgio Napolitano, de formar un Gobierno en Italia, informó la presidencia de la República. Esto significa que Renzi se tomará un tiempo para hacer sus consultas con las otras fuerzas políticas que entrarán en la coalición y posteriormente acudirá de nuevo ante el presidente de la República para dar su respuesta definitiva.
Hay dos requisitos indispensables para que Renzi pueda formar Gobierno. El primero es que debe conformar un equipo de ministros a la altura de alguien que se tiene en tan alta estima. Y el segundo pergeñar un programa de gobierno que retenga el apoyo del Nuevo Centroderecha (NCD) de Angelino Alfano sin provocar deserciones en las propias filas. Y es aquí, justo aquí, donde la fulgurante carrera de Matteo Renzi empieza a sufrir los primeros contratiempos.
Por si fuera poco, Matteo Renzi es muy consciente de que, aunque haya dejado el bautismo de las urnas para más adelante, las elecciones europeas son el 24 y el 25 de mayo y ahí se verá si los italianos vuelven a confiar en la política o si, como advierten las encuestas, deciden apostar por la enmienda a la totalidad que propone el Movimiento 5 Estrellas (M5S) de Beppe Grillo. Pero eso, sobre todo tratándose de Italia, es fiarlo demasiado largo. El primer reto —al que Renzi dedicó toda la jornada de hoy en Florencia— consiste en formar un equipo de gobierno capaz de emitir con su solo retrato las primeras señales de cambio. Y ya ahí, según coinciden los medios italianos, el aspirante a primer ministro empezó a pinchar en hueso.
Al parecer, tanto el escritor Alessandro Baricco como el consejero delegado de la firma de gafas Luxottica, Andrea Guerra, le dijeron que no. Que una cosa es la amistad y otra empeñar el prestigio profesional en las siempre movedizas arenas de la política italiana. No parece probable tampoco que Renzi decida recurrir a las figuras históricas del centroizquierda, por cuanto su llegada a la política nacional fue precisamente al grito de enviar a las viejas glorias al chatarrero. Solo el respetado profesor Romano Prodi, en dos ocasiones primer ministro de Italia y expresidente de la Comisión Europea, parece del agrado de Matteo Renzi, pero falta saber si es mutuo. Sí se da por sentado que algún que otro ministro de Letta permanecerá en el equipo de Renzi, como es el caso de la titular de Exteriores, Emma Bonino, empeñada en una difícil negociación con India sobre la suerte de dos marineros italianos allí encarcelados después de matar a dos pescadores tras, al parecer, confundirlos con piratas. En las quinielas no aparece en cambio Cécile Kyenge, la valerosa ministra de Integración y una de las más decididas apuestas de Letta por intentar limpiar los rescoldos de racismo que afean Italia. Sería por tanto muy grave que Renzi sacrificara a la ministra negra a cambio del voto circunstancial de la Liga Norte.
El siguiente asunto peliagudo es el programa electoral. O, casi mejor, una batería de medidas que dejen claro a todo el mundo desde el primer minuto que Renzi ha llegado, de verdad, para cambiar Italia. Medio en broma medio en serio, Matteo Richetti, uno de los diputados más cercanos al secretario del PD, dice que no es difícil imaginar cuál va a ser el programa del nuevo Gobierno: “Es muy sencillo. Basta tomar en consideración todo lo que ha dicho y no ha hecho la política en los últimos años”. No es ninguna locura. Los italianos, que siguen con pasión y no poca frustración los avatares de la política, pueden citar como si de una alineación de la azzurra se tratase los eternos retos pendientes: una nueva ley electoral —la actual no solo es anticonstitucional, sino que es una llave al desgobierno—; la eliminación del bicameralismo perfecto —convirtiendo el Senado en una cámara de representación regional, reduciendo el número de senadores de 315 a 150 y dejándolos sin sueldo—; las medidas efectivas de creación de empleo basadas en dos pilares: la reducción de la presión fiscal —una de las más altas de Europa— y la lucha contra una gigantesca burocracia de veras paralizante. Pero hay mucho más. Renzi sabe que su lucha no será creíble si no pone coto a los privilegios de determinados gremios —abogados, notarios, farmacéuticos, taxistas— que se consideran intocables y, de hecho, lo son. Mario Monti, que intentó esa batalla, puede dar fe.
Y eso que el primer ministro técnico contó, al menos en sus primeros meses, del apoyo de todo el arco parlamentario. Renzi no tendrá esa suerte. No solo Angelino Alfano, el secretario del Nuevo Centroderecha (NCD), ha empezado a poner palos advirtiéndole de su reticencia a apoyar un giro a la izquierda, sino que, al tiempo, una decena de parlamentarios del PD ya estaría pensando lo mismo pero al revés: dejarlo en la estacada si decide pactar con el centroderecha. No está tardando mucho Renzi en comprobar que, en la endemoniada política italiana, una cosa es predicar y otra dar trigo.
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