¿Estamos dispuestos a hipotecar un sistema de partidos tradicional por otro excesivamente fragmentado? ¿No será que avanzamos demasiado rápido desde un sistema restrictivo como el binominal a otro exageradamente permisivo?
Por Mauricio Morales, dir. Observatorio Político Electoral UDP
El martes pasado la Cámara de Diputados aprobó, en su último trámite legislativo, el fin del sistema binominal. Aunque la nueva fórmula electoral es ampliamente superior a la antigua, quedan algunas dudas respecto a las barreras de entrada para la inscripción de nuevos partidos. El sistema electoral que se acaba de aprobar ya es inclusivo, diseñando distritos que reparten entre 3 y 8 escaños, y circunscripciones que distribuyen entre 2 y 5 senadores. Por tanto, aumentan las posibilidades de que terceras fuerzas peleen al menos un cupo. En otras palabras, y como dirían algunos, este sistema será más “representativo”. Sin embargo, la nueva normativa insiste en un punto que, a mi juicio, debiese examinarse con mayor detención. Me refiero a la reducción en las barreras de entrada para formar partidos. Acá discuto dos puntos centrales. Primero, que los partidos puedan constituirse sólo en una región. Segundo, que el proceso de afiliación de miembros tenga menos exigencias que la legislación previa, pasando del 0,5% de las firmas al 0,25%.
No suena muy razonable que se combine un sistema electoral permisivo, donde incluso las coaliciones pueden presentar un candidato adicional al número de cargos a repartir por distrito o circunscripción, con un incentivo demasiado alto para constituir nuevos partidos. Al igual como en las personas existe un colesterol bueno y un colesterol malo, también en la política hay una fragmentación buena y una fragmentación mala. La fragmentación buena es la que emerge de la competencia y de la vitalidad de los sistemas de partidos. El incremento de la oferta -tal como sugiere el nuevo sistema electoral- viene a corregir el carácter restrictivo del binominal, donde sólo competían dos candidatos por lista (a veces, uno). Por tanto, esa fragmentación buena se reproduce en ambientes de democracia saludable. Más que el número de partidos, lo que importa es la calidad de los mismos. La fragmentación mala, en cambio, es la que se cultiva con pequeños caudillos o caciques que, formando partidos, pueden llegar al Congreso a defender sus propios intereses y no necesariamente los de sus representados. Eventualmente, se transforman en agencias de chantaje más que en instituciones propiamente democráticas.
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