EL PAÍS 22 ENE 2015 - 00:00 CET
En el escenario privilegiado que supone cada año el discurso del Estado de la Unión, Barack Obama proyectó en la madrugada del miércoles la imagen de un presidente de EE UU que ha retomado la iniciativa, dispuesto a afrontar los dos años que le quedan de mandato como un político que no se limitará a esperar en la Casa Blanca a ver cómo llega su sucesor. Otra cosa es que lo logre.
Frente a un Congreso en manos de la oposición republicana, pero respetuoso, como es habitual, Obama buscó alejarse al máximo de la imagen de pato cojo al que no le queda nada por hacer y quiso hablar directamente —recurso también habitual, por otra parte— a las clases medias. “Pasamos página”, les anunció, refiriéndose a la recuperación de la crisis. Las grandes cifras le avalan: el desempleo está en el 5,6% y la economía creció un 5% en el último trimestre de 2014. Pero no es menos cierto que parte de esas mismas clases medias no terminan de ver en su vida cotidiana la mejora que reflejan las estadísticas. La marea de la crisis, con una fuerte destrucción de empleo y con pérdidas de poder adquisitivo en zonas deprimidas y sectores en bancarrota, ha dejado huellas que llevará tiempo superar.
Uno de los riesgos que afronta la sociedad estadounidense es el aumento de las disparidades entre los que han podido capear la crisis y quienes, después de haberla sufrido, no son capaces de subirse al tren de la recuperación: aquellos que no pueden pasar página. Por eso Obama convirtió la palabra “desigualdad” en una de las claves de su discurso.
Pero es difícil que este presidente pueda sacar adelante medidas como la subida de impuestos a los más ricos —entre otras cosas, para permitir alivios fiscales a las clases medias—, la elevación del salario mínimo y más facilidades en el acceso a la educación. El Congreso es abiertamente hostil a la Casa Blanca y el Partido Republicano vive inmerso en su propia campaña preelectoral en la que cualquier concesión a un presidente demócrata que ha batido récords de impopularidad puede arruinar ambiciosas carreras políticas.
Obama es perfectamente consciente de esta situación: lo que hace al proponer medidas imposibles de asumir por este Congreso es fijar ya los términos de la próxima cita electoral, la del 8 de noviembre de 2016, cuando los demócratas intenten mantener la Casa Blanca y recuperar total o parcialmente el Congreso. Establecidas en el horizonte las batallas económicas, los asuntos internacionales —de los que no hay mucho de qué presumir— quedaron en un plano muy secundario. Baste como ejemplo que la palabra “Irak” fue pronunciada en dos ocasiones.
Barack Obama ha vivido en este discurso su momento másreaganiano en la presidencia. Quiere convencer a sus conciudadanos de que el país ha cambiado decisivamente, que ha superado la crisis y que está por fin en el buen camino. Lo que muchos estadounidenses esperan es confirmar personalmente sus palabras.
En el escenario privilegiado que supone cada año el discurso del Estado de la Unión, Barack Obama proyectó en la madrugada del miércoles la imagen de un presidente de EE UU que ha retomado la iniciativa, dispuesto a afrontar los dos años que le quedan de mandato como un político que no se limitará a esperar en la Casa Blanca a ver cómo llega su sucesor. Otra cosa es que lo logre.
Frente a un Congreso en manos de la oposición republicana, pero respetuoso, como es habitual, Obama buscó alejarse al máximo de la imagen de pato cojo al que no le queda nada por hacer y quiso hablar directamente —recurso también habitual, por otra parte— a las clases medias. “Pasamos página”, les anunció, refiriéndose a la recuperación de la crisis. Las grandes cifras le avalan: el desempleo está en el 5,6% y la economía creció un 5% en el último trimestre de 2014. Pero no es menos cierto que parte de esas mismas clases medias no terminan de ver en su vida cotidiana la mejora que reflejan las estadísticas. La marea de la crisis, con una fuerte destrucción de empleo y con pérdidas de poder adquisitivo en zonas deprimidas y sectores en bancarrota, ha dejado huellas que llevará tiempo superar.
Uno de los riesgos que afronta la sociedad estadounidense es el aumento de las disparidades entre los que han podido capear la crisis y quienes, después de haberla sufrido, no son capaces de subirse al tren de la recuperación: aquellos que no pueden pasar página. Por eso Obama convirtió la palabra “desigualdad” en una de las claves de su discurso.
Pero es difícil que este presidente pueda sacar adelante medidas como la subida de impuestos a los más ricos —entre otras cosas, para permitir alivios fiscales a las clases medias—, la elevación del salario mínimo y más facilidades en el acceso a la educación. El Congreso es abiertamente hostil a la Casa Blanca y el Partido Republicano vive inmerso en su propia campaña preelectoral en la que cualquier concesión a un presidente demócrata que ha batido récords de impopularidad puede arruinar ambiciosas carreras políticas.
Obama es perfectamente consciente de esta situación: lo que hace al proponer medidas imposibles de asumir por este Congreso es fijar ya los términos de la próxima cita electoral, la del 8 de noviembre de 2016, cuando los demócratas intenten mantener la Casa Blanca y recuperar total o parcialmente el Congreso. Establecidas en el horizonte las batallas económicas, los asuntos internacionales —de los que no hay mucho de qué presumir— quedaron en un plano muy secundario. Baste como ejemplo que la palabra “Irak” fue pronunciada en dos ocasiones.
Barack Obama ha vivido en este discurso su momento másreaganiano en la presidencia. Quiere convencer a sus conciudadanos de que el país ha cambiado decisivamente, que ha superado la crisis y que está por fin en el buen camino. Lo que muchos estadounidenses esperan es confirmar personalmente sus palabras.
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