jueves, 25 de junio de 2015

Las aguas sucias de Guatemala

El contaminado lago Amatitlán en Guatemala. / J.E.

La contaminación afecta al 90% y hace subir la mortalidad infantil

JOSÉ ELÍAS Ciudad de Guatemala

Guatemala es un país bendecido por la naturaleza, pero la mala calidad de sus aguas se está convirtiendo en un grave problema. Según datos del Instituto Geográfico Nacional, el país tiene 550 ríos y riachuelos, de los que 38 se consideran “grandes ríos”. Su orografía ha permitido la existencia de 1.151 comunidades en torno a lagos. No obstante, el 90% del agua dulce de Guatemala no es apta para el consumo humano, asegura Virginia Mosquera, investigadora del Instituto de Agricultura, Ciencias Naturales y Ambiente de la Universidad Rafael Landívar. La principal fuente de contaminación son las heces fecales.

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La explosión demográfica explica este fenómeno. Guatemala pasó de tener 7,5 millones de habitantes en 1976, a 15,8 millones en 2015. El caudal de aguas negras, las que son vertidas sin ningún tratamiento a los ríos que rodean ciudades y poblaciones, se ha triplicado en ese tiempo.

Unos tres millones de guatemaltecos, mayoritariamente del área rural, no tienen acceso al agua potable, extremo que se paga, incluso, con la vida: de las 10 causas principales de enfermedades endémicas en el país, cinco tienen relación directa con el consumo de agua contaminada. Los niños son los más vulnerables. Según la Secretaría General de Planificación Económica, en Guatemala mueren 42 menores de cinco años por cada 1.000, la tasa más alta de Centroamérica. El 48,1% de esas muertes son atribuibles al consumo de agua no potable.

Las aguas dejan también de ser válidas para el riego. A las aguas negras se suman los metales pesados que desecha la industria, y los herbicidas y plaguicidas de las grandes plantaciones, que producen alimentos cuyas exportaciones sostienen uno de los pilares fundamentales de la economía nacional.

El país no cuenta con una ley de aguas que regule su calidad. El intento por reglamentar las aguas residuales que obligaba a las municipalidades a tener una planta de tratamiento y que debía entrar en vigor el 2 de mayo de 2015 fue pospuesto para 2017 por falta de presupuesto. “En el fondo”, comenta la investigadora Mosquera, “hay falta de voluntad política. No llegamos ni a considerar la construcción de plantas de tratamiento de las aguas residuales, porque no es algo que, desde la perspectiva de los dirigentes políticos, pueda generar un caudal de votos. Un tratamiento de cloración reduciría drásticamente los casos de enfermedades gastrointestinales. Pero no lo hacemos y seguimos tirando la basura a los ríos, con lo que se agrava el problema”.

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