sábado, 23 de abril de 2016

Leyendo a Cervantes en cautiverio

Última imagen del compañero presidente Dr. Salvador Allende, en el exterior del Palacio de La Moneda, durante el golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973.

Leí el 'Quijote' en octubre de 1973, junto a un grupo abatido de hombres y mujeres que habíamos buscado asilo en la Embajada Argentina en Santiago de Chile después del golpe


De las muchas y diversas veces que, desde la adolescencia, me he puesto a gozar deDon Quijote de la Mancha, hay una, extraña y arquetípica y colectiva, de cuyo alcance me quiero acordar hoy, en el cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes. Esa lectura, en Octubre de 1973, fue junto a un grupo abatido de hombres y mujeres que, como yo, habían buscado asilo en la Embajada Argentina en Santiago de Chile después del golpe que había derrocado al gobierno democrático de Salvador Allende. Como el otro millar de perseguidos hacinados en esos salones donde hacía poco se agasajaba con cócteles a selectos y prístinos invitados, huíamos del terror desatado por los militares.

Cervantes mismo, si resucitara para solo ello, no habría podido imaginar a lectores más afines. Aunque esos treinta militantes que asistían a mis sesiones solo habían frecuentado hasta entonces las aventuras del Ingenioso Hidalgo en forma esporádica y superficial, aportaban a su interpretación, en cambio, una riqueza de experiencia y frágil madurez que no poseían los jóvenes alumnos que habían seguido mis cursos sobre esa obra en la Universidad. Muchos de estos improvisados y damnificados lectores de la Embajada, venidos a nuestro país desde las revoluciones fracasadas de otras tierras latinoamericanas, habían ya pasado períodos extensos en la cárcel y, a pesar de haber sufrido tortura y opresión y exilio, seguían tratando de mantener viva, adentro de la caverna de la derrota y el desconsuelo, una sed por la justicia con que Cervantes, estoy seguro, hubiera simpatizado. Como esos asilados, el Manco de Lepanto había sido víctima de una encarnizada adversidad, y también como ellos, sintió el desafío de nutrir, en un mundo cruel, las pacientes fuentes de la creación.

De hecho, la experiencia que definió la vida de nuestro Miguel, que lo transformó en el artista que terminó siendo, fueron los cinco aňos aterradores y formativos (1575-1580) que pasó en los cadalsos de Argel como prisionero de los piratas berberiscos. Fue ahí, en la frontera fluctuante donde el Islam y el Occidente se enfrentaron y entremezclaron, que Cervantes aprendió a valorar la tolerancia hacia aquellos que son diferentes, y ahí, también, que aprendió que, de todos los bienes a los que puede aspirar un hombre, el mayor es la libertad. Mientras aguardaba el rescate que su familia indigente no podía pagar, amenazado de muerte cada vez que intentó fugarse, presenciando los suplicios y ejecuciones de otros esclavos cristianos, ansiaba una vida sin grillos despóticos. Pero una vez retornado a Espaňa, un veterano de guerra mutilado al que ninguneaban aquellos que lo habían mandado a pelear, en la medida de que el desencanto y las traiciones se amontonaban, llegó a la conclusión de que si no podemos determinar los infortunios que saquean nuestros cuerpos, somos capaces, no obstante, de dominar la manera en que nuestra alma reacciona ante esa malaventura.

Miembros de las Fuerzas Armadas chilenas disparan en los alrededores del Palacio de la Moneda, donde se encuentra asediado el presidente socialista Salvador Allende.

Don Quijote deriva de esa revelación. En el prólogo de la Primera Parte de la novela (1605), el autor advierte al “desocupado lector”, que su obra se engendró en una cárcel. Fuera en Sevilla o en Castro del Rio, aquella experiencia traumática de un nuevo encierro tuvo que revivirle el calvario de Argel, tiene que haberlo enfrentado al dilema que resolvió asombrosamente: o sucumbir a la amargura del desaliento o echar a volar las alas de la imaginación, probando que los seres humanos disponemos de una capacidad infinita para superar el presidio inmediato y material de esta Tierra. El resultado, eventualmente, fue un libro que iba a empujar los límites de la creación, desencadenando su escritura de las ligaduras y linderos de la literatura previa, subvirtiendo todas las tradiciones y convenciones anteriores. Un milagro: en vez de una diatriba rencorosa contra una España que ya decaía y que lo había rechazado y censurado, Cervantes inventó un tour de forcé tan juguetón como multifacético, fundando los cimientos para cuanto abigarrado experimento el género novelístico iba a sondear en los siglos venideros.

Puesto que lectores y escritores gradualmente llegaron a reconocer que estaban viviendo, sufriendo, fantaseando en una realidad que Cervantes, por primera vez en Occidente, había tratado con cuidadosa, minuciosa deliberación. Comprendieron que somos todos unos locos constantemente sobrepasados por la historia, seres precarios poseídos por el espejismo de quiénes somos, amarrados a cuerpos que cumplen la condena maravillosa de tener que comer y dormir, defecar y hacer el amor y algún día morir, vueltos ridículos y a la vez gloriosos por las quimeras que albergamos. Cervantes, para decirlo sin rodeos, descubrió el vasto territorio psicológico y social de la modernidad, lo que significa ser cautivos de un mundo inexorable del que las víctimas bregan por escaparse con alguna semblanza de dignidad, aunque sea a través de ilusiones efímeras.

Aquellos que leíamos Don Quijote en 1973, en una Embajada que no podíamos abandonar, rodeados de militares prontos a transportarnos a estadios y sótanos y cementerios, respondimos visceralmente a esa obra graciosa, concebida en condiciones no enteramente disímiles a las que sobrellevábamos. Esa práctica y exaltación incesante de la libertad nos sirvió de continua inspiración, una apuesta de que, por mucho que estuviéramos acosados por las circunstancias más sórdidas, éramos, todos y cada uno, un experimento magnífico que solo cesa con nuestro último aliento. Una fe en el espíritu humano que se reflejaba ejemplarmente en un pasaje de la Segunda Parte del Quijote (1615) que nos conmovió hasta las lágrimas.

Miembros de las Fuerzas Armadas chilenas impiden el paso al Palacio de la Moneda durante el golpe de Estado.

Los frívolos Duques han hecho a Sancho Panza gobernador de una “ínsula”, donde el escudero demuestra más cordura y compasión que quienes buscan divertirse a su costa. Una noche, haciendo la ronda, se encuentra con un joven impertinente al que Sancho sentencia a dormir en la cárcel. Con descaro, el condenado insiste en que “cuantos hoy viven” no lo lograrán, por cuanto “si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuestra merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?” Escarmentado por este ejemplo de independencia y entereza, Sancho lo suelta.

Es un episodio que me acompaña señeramente desde entonces. Si lo rememoro ahora, es porque creo que contiene el mensaje esencial del Príncipe de los Ingenios para nuestra desanimada humanidad contemporánea.

Es cierto que la mayoría de nuestros coterráneos no están encarcelados, como lo estuvo tan a menudo Cervantes, ni se encuentran confinados, como aquellos revolucionarios de la Embajada Argentina, por murallas de temor. Y, sin embargo, habitamos, aún más que el autor de El Quijote, un mundo atónito de espejos y espejismos movedizos, cada vez más distantes un ciudadano del otro, somos una especie presa de la violencia y la desigualdad, de la codicia y la estupidez, de la intolerancia y la xenofobia y el fundamentalismo, náufragos en un planeta del que hemos perdido el control. Como si fuéramos lunáticos caminando a ciegas hacia el abismo.

Cervantes falleció hace cuatrocientos aňos y sigue, de todas maneras, enviándonos palabras, la sabiduría de ese muchacho constreñido por Sancho Panza, palabras que necesitamos leer otra vez y meditar a fondo antes de que sea demasiado tarde.

Nadie tiene el poder de hacernos dormir si no es por propia decisión.

Cervantes nos está diciendo que nuestra humanidad asediada, aturdida, cautiva, no debe perder la esperanza de que podamos despertar antes de que sea demasiado tarde.

La última novela de Ariel Dorfman es Allegro, una novela narrada por Mozart. Vive en los Estados Unidos y Chile con su mujer Angélica.

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