martes, 9 de mayo de 2017

Enterrar la etiqueta de izquierda

Autorreconocerse como de izquierda implica asumir que lo social está determinado por la división, la fragmentación y el antagonismo. Entender a “la izquierda” como una más entre las categorías de identificación electoral implica despojarla de sus potencialidades transformadoras mediante la borradura del antagonismo. Si tradicionalmente la derecha ha renegado de reconocerse como tal, es porque en su visión de mundo el antagonismo o la división social no es algo constituyente sino que transitorio. No reconocerse de izquierda, por tanto, conlleva ceder la centralidad del antagonismo en los procesos de cambio social, lo que significa una forma distinta de valorar el mundo.

Por GUSTAVO ANDRÉS SÁNCHEZ


Hoy en día pareciera ser un imperativo el que cualquier análisis de la política nacional comience señalando que “todo está muy líquido”. Y, para ser justos, es efectivo que el nivel de volatilidad de los acontecimientos es significativo: estadistas se bajan de carreras presidenciales, aficionados se suben, coaliciones históricas se dividen, y un largo etcétera. Sin embargo, nuestra liquidez pareciera ser tal, que posibilitó un fenómeno bastante peculiar: que algunos de quienes son identificados como de izquierda renieguen de tal calificativo y que, por el contrario, algunos de quienes son identificados como de derecha lo acepten abiertamente.

Lo anterior es un cambio relevante, debido a que una de las características básicas del mundo de la izquierda es generar una correlación entre ser percibido como de izquierda, sentirse de izquierda y reconocerse de izquierda, correlación que no ocurre en la derecha, dado que está en su quintaesencia el no reconocerse como tal. Esto, como espero argumentar, va más allá de un simple cambio semántico y trae consigo una serie de consecuencias sociopolíticas.

Ahora bien, si actualmente existe un espacio que es percibido como de izquierda, donde buena parte se siente de izquierda y donde parece razonable esperar un autorreconocimiento de izquierda, ese es el Frente Amplio, por lo que el hecho de que esto último no haya ocurrido de forma unánime y levante críticas, parece ser un buen punto de partida.

Los argumentos sobre los cuales se ha sustentado este distanciamiento con la izquierda radican, según se ha dicho, en que el Frente “supera la dicotomía (de izquierda y derecha) y busca levantar una alternativa para la ciudadanía” (Karina Oliva), que “la ciudadanía no se identifica con el eje izquierda-derecha” (Sebastián Depolo) o que “nosotros [el FA] no vamos a responder a esa lógica, ni a las caricaturas tradicionales que quieren colocar a las organizaciones, o a los movimientos, o a algunos partidos, en esos polos” (Octavio González). El punto parece estar en que plantear el juego en el terreno “tradicional” de izquierda-derecha constituye un error táctico y que apelar a la ciudadanía es la mejor manera de lograr los objetivos.

El riesgo que corren quienes entienden a la izquierda como una etiqueta –que, por tanto, puede usarse o no a voluntad– radica en reducirla a uno más de los tantos vectores sobre los cuales se posiciona generalmente a candidatos: cercanía-lejanía, vertical-horizontal, nuevo-viejo, etc. Vale decir, se asume que la distinción entre izquierda y derecha tiene un sustrato electoral y que se agrega automáticamente a las características epocales que marcan la política, como la demanda de liderazgos más cercanos, horizontales y jóvenes.

Hay que reconocer que lo anterior tiene sustento. Lo que parece estar en la base de este alejamiento con la izquierda es un intento por ensanchar los estrechos márgenes transformacionales que se trazó la política de izquierdas transicional, una política que prácticamente siempre jugó desde y para la modernización neoliberal. En este sentido, efectivamente parece poco razonable autorreconocerse como de izquierda en un contexto donde sigue vigente una concepción concertacionista o “tradicional” de esta, la cual tenía pocos puntos de diferencia sustantivos con la derecha.

Y, al mismo tiempo, parece plenamente justificado generar una revaloración política de la ciudadanía, si se tiene en cuenta que esta constituyó la principal exclusión que permitió sostener la transición. Así, mediante un autorreconocimiento ciudadano, se pone en cuestión el pacto elitario que permitió la profundización del modelo neoliberal, lo que constituye uno de los principales objetivos del Frente Amplio.

Pero, a pesar del sustento que parece tener el alejamiento con la izquierda, este no parece estar exento de críticas. El precandidato Alberto Mayol señaló en su momento que es un error desligarse de la izquierda, porque “eso significa que estamos tratando de administrar etiquetas y no valores” y que, en ese sentido, el objetivo del Frente Amplio no es únicamente lograr votación sino que generar un cambio de valores sociales, lo que evidentemente es más duradero. Esto puede contraponerse a las recientes declaraciones de Marco Enríquez-Ominami, para quien existe una competencia “por quién es más de izquierda, y esa es una etiqueta que yo se las regalo, se las devuelvo”.

Así las cosas, pareciera ser que la discusión radica en la utilidad que genera el denominarse de izquierda o no.

"El riesgo que corren quienes entienden a la izquierda como una etiqueta –que, por tanto, puede usarse o no a voluntad– radica en reducirla a uno más de los tantos vectores sobre los cuales se posiciona generalmente a candidatos: cercanía-lejanía, vertical-horizontal, nuevo-viejo, etc. Vale decir, se asume que la distinción entre izquierda y derecha tiene un sustrato electoral y que se agrega automáticamente a las características epocales que marcan la política, como la demanda de liderazgos más cercanos, horizontales y jóvenes".


Siguiendo esta línea, es por tanto factible superar la dicotomía izquierda y derecha, dado que –según el contexto– es probable que la identificación electoral esté más bien determinada por otro tipo de variables.

Sin embargo, y esta parece ser la advertencia que lanza Mayol, existe una concepción de la distinción izquierda-derecha que no se limita a lo electoral, sino que apunta a la propia constitución de la realidad. Ahí, la izquierda no es una etiqueta más –que se pueda regalar, devolver o superar– sino un mecanismo que posibilita la interpretación de los fenómenos sociales.

Dicho en simple, autorreconocerse como de izquierda, en este plano, implica asumir que lo social está determinado por la división, la fragmentación y el antagonismo. Esto condiciona necesariamente nuestra comprensión sobre las raíces de los problemas, así como también las formas de solucionarlos. En este caso, ser de izquierda es una forma de tornar inteligible el mundo, o, por volver a Mayol, ser parte de una determinada forma de valorarlo.

Entender a “la izquierda” como una más entre las categorías de identificación electoral implica, por tanto, despojarla de sus potencialidades transformadoras mediante la borradura del antagonismo. Si tradicionalmente la derecha ha renegado de reconocerse como tal, es porque en su visión de mundo el antagonismo o la división social no es algo constituyente sino transitorio, un asunto de ampliar oportunidades para que todos podamos triunfar. No reconocerse de izquierda, por tanto, conlleva ceder la centralidad del antagonismo en los procesos de cambio social, lo que significa una forma distinta de valorar el mundo.

Difícil no recordar, con esto, un episodio bastante célebre en la vida de Mark Twain. En 1897 un periódico publicó la noticia de su deceso, lo cual evidentemente no era cierto, dado que Twain murió solo trece años después. La forma de salir al paso de esta situación fue un lacónico telegrama enviado por el autor al New York Journal: “Noticia de mi fallecimiento un tanto exagerada”. Recuerdo esto, porque no vaya a ser el caso de que, por encontrar argumentos electorales plausibles para enterrar la etiqueta de izquierda, se haga lo mismo con los valores de la izquierda, y estos nos informen en el futuro, de manera más bien trágica, que la noticia de su fallecimiento fue un tanto exagerada.

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