Es necesario mejorar la supervisión financiera española porque el sistema de filtraje de abusos funciona de modo deficiente y no pocos clientes se sienten defraudados, desamparados e irritados.
JUAN ANTONIO ORTEGA DÍAZ-AMBRONA 6 MAR 2012 - 00:05 CET
La cuestión de las buenas y malas prácticas bancarias está muy de actualidad. Quizá sea por la crisis o, acaso, porque el sistema vigente requiera una reconsideración y puesta al día. Lo cierto es que en el último informe del Defensor del Pueblo, presentado a la Cortes Generales en 2011, se da un serio toque de atención a los supervisores de las entidades financieras por el incremento de malas prácticas bancarias. La Defensora pone de relieve el elevado número de quejas de los ciudadanos en este campo, que evidencia su descontento por “la insuficiencia de garantías para la defensa de sus derechos en el sector financiero”. Menciona determinados problemas como cobro de comisiones, ejecuciones de hipotecas etc. En este último caso está ahora muy presente la cuestión de la dación en pago, hasta el punto de que el Ministerio de Economía ha anunciado un Real Decreto en el que se aborde esta solución e incluso se establezca para los Bancos un “código de buenas prácticas” de firma voluntaria.
En realidad el actual malestar se vino anunciando en los últimos años. En efecto, las reclamaciones de clientes ante el Banco de España pasaron, de 7.449 en el año 2008, a 13.640 en 2009 y llegaron en 2010 a 14.760. En la CNMV las presentadas fueron 1.058 en 2008; 2.154 en 2009 y 2.296 en 2010. El crecimiento aconseja adoptar alguna medida en este campo.
El nuevo Gobierno decidió el 24-I-2012 fusionar en un sola Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia a la mayoría de los supervisores económicos (Energía, Telecomunicaciones etc. etc.). Pero nada ha decidido aún sobre la supervisión financiera, que ejercen por separado el Banco de España, la CNMV y la Dirección de Seguros y Fondos de Pensiones. Es éste un punto de gran interés. Baste indicar que en Estados Unidos, máximo exponente del sistema capitalista, se creó en julio de 2010 una Oficina de protección financiera del consumidor y que a primeros de 2012 el presidente Obama designó responsable de la Agencia a un peso pesado, Richard Cordray, antiguo Fiscal General en Ohio.
La situación en España es hoy insatisfactoria pues el sistema de filtraje de malas prácticas funciona de modo deficiente y no pocos clientes se sienten defraudados, desamparados e irritados, pese al culto de boquilla que se les rinde por doquier.
Un aspecto importante del problema es el mal entendimiento del concepto de mala práctica. Para la cultura corporativa dominante mala práctica equivaldría siempre a acto ilegal. Pero para que un acto sea ilegal es preciso que infrinja una ley o un precepto jurídico. No pocas entidades tienden a sostener que, siendo esto así, sólo quien ejerza jurisdicción puede declarar tal mala práctica. De modo que si usted, cliente, sufre una mala práctica, es muy posible que tenga que dirigirse, al final, a un juez. Este juez –abrumado de trabajo- decidiría en uno o dos años, con apelación de otro tanto. En el ínterin, espere sentado. Porque debe usted saber que ni el servicio de atención al cliente, ni el defensor del cliente, ni los supervisores públicos están investidos de potestad jurisdiccional.
En Estados Unidos se creó en julio de 2010 una Oficina de protección financiera del consumidor
Y ahí está el malentendido. Es evidente que un acto ilegal nunca es buena práctica. Es claro que siempre hay mala práctica cuando el acto es delictivo, supone aplicación de cláusulas abusivas o vulneración de las normas imperativa. Pero la mala práctica, en sentido estricto, surge de examinar un hacer concreto con un cliente singular y en unas circunstancias dadas. Y en relación con ese hacer se plantean interrogantes como estos: ¿Se informó bien al cliente? ¿Podía entender ese cliente, por su formación y circunstancias, las obligaciones que asumía, escritas en el contrato? ¿El producto que se le vendió, era razonablemente apropiado para él? ¿Solicitó el cliente el producto que se le vende o se le endilgó como condición para obtener o prorrogar un crédito indispensable para él? ¿Se le dio oportunidad y tiempo para leer el contrato o se le conminó con el índice diciendo: “firme ahí”? ¿El contrato estaba escrito en letra legible o era diminuta, piojosa o espesa? Y así tantas cosas.
Estas preguntas suscitan cuestiones no siempre recogidas en normas de modo expreso, y que requieren distinguir varios estándares de conducta. El primero es el cumplimiento legal al que todos están obligados. Viene después el nivel de las buenas prácticas apreciadas por los supervisores, o sea, las exigibles –aquí y ahora- en el sistema español o en el comunitario europeo. Y finalmente está el estándar de calidad de un determinado banco, que puede asumir más mayores compromisos de servicio con sus clientes y mejorar los mínimos para ser más competitivo. No todos los bancos lo hacen igual y por eso no es buena regla ser cliente de un banco sólo porque está a la esquina de casa.
En España la preocupación angustiosa de los supervisores financieros se ha centrado, como era de esperar, en los problemas de solvencia. Pero no hay que olvidar la supervisión de las conductas de las entidades con sus clientes. Hay muchas iniciativas ya estudiadas desde hace tiempo en pro de separar la supervisión prudencial y de solvencia, del control de conductas con los clientes. Pues bien, iría en la buena dirección otorgar estas últimas competencias a un solo organismo, algo recomendado por muchos, incluido el Consejo de Estado. Sistemas europeos muy avanzados han ido por esa senda. Este supervisor, por otro lado, habría de ser independiente como el Banco de España o la CNMV y no inserto en un departamento, como la Dirección General de Seguros.
El elemento básico para luchar contra las malas prácticas es impulsar uncambio cultural tanto en las entidades como en los propios clientes
Supuesto esto, en el sistema de filtraje de malas prácticas puede seguir siendo útil la figura del Defensor del Cliente. Cada banco es libre de adoptar, o no, esta figura, pero no de configurarla a su antojo. En esto no caben corruptelas, contra la letra o el espíritu de la regulación vigente: entre ellas, situar al Defensor como rehén de los servicios jurídicos, insertar de hecho su organización en la disciplina del Banco, ignorar su condición de profesional libre e independiente, olvidar la obligación de extractar sus recomendaciones en las Memorias anuales o la de informar cada año al Consejo.
Adicionalmente para eliminar malas prácticas debe contar cada entidad con un buen “servicio de atención al cliente”. Tampoco aquí todo vale. Se precisa un servicio que responda en pocos días a las quejas, busque soluciones y no se limite a repetir lo que ya es de sobra sabido. Para que tal servicio sea útil debe ser autónomo (separado de la línea de negocio) con un Director, conocedor de lo que se cuece en las oficinas, cocinero antes que fraile y bien curtido en el contacto frecuente con los clientes.
Pero, con todo, el elemento básico para luchar contra las malas prácticas es impulsar un cambio cultural tanto en las entidades como en los propios clientes. Los bancos deben ahuyentar su creencia de que cualquier cláusula que introduzcan, en unos contratos de adhesión que ellos mismos redactan, por oscura, retorcida y abusiva que sea, resulta vinculante de modo incondicional para el cliente, si la firma. Y el público en general debería interiorizar que firmar un contrato no es trivial y que después de hacerlo ya no puede desentenderse de sus obligaciones, con la mera alegación, al cabo del tiempo, de que no lo leyó o no lo entendió. Tampoco debe refugiarse en la idea de que “todos los bancos son iguales”. Y justo por eso los supervisores deberían proporcionar información clara sobre qué entidades vienen siendo más y menos respetuosas con los derechos de sus clientes; casi una clasificación liguera o un rating. Lo que hoy existe resulta muy opaco para el común de los clientes. Pero estos puntos requerirían más desarrollo. Queden para mejor ocasión.
Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona es Consejero Electivo de Estado
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