Unas 80.000 personas fueron evacuadas de sus hogares por la central nuclear Fukushima 1
Alejados de sus casas y medios de vida, viven con incertidumbre por un futuro del que no ven la luz
JOSE REINOSO Fukushima 7 MAR 2012 - 10:52 CET
Desde que el 11 de marzo del año pasado el terremoto y el tsunami que sufrió Japón desencadenaron una crisis nuclear sin precedentes tras el accidente de Chernobil en 1996, los Matsumoto viven en un estado continuo de ansiedad. Ha pasado casi un año y lo que era una familia unida, dedicada a su negocio de materiales de construcción, ahora es una familia separada por cientos de kilómetros, alejada de su entorno y angustiada por la incertidumbre de un futuro del que no ven la luz.
Hiroko Matsumoto, de 62 años, es una mujer vivaracha y locuaz. Pero tras su optimismo late la tristeza común a las más de 340.000 personas que perdieron sus casas en la catástrofe o se vieron obligadas a salir corriendo para evitar la radiactividad que escapó de la central atómica de Fukushima 1, que resultó seriamente dañada por el tsunami.
Los Matsumoto, que vivían en Namie —una población de unas 20.000 almas 10 kilómetros al norte de la central—, tuvieron que salir corriendo. “Mi casa se salvó del maremoto porque está dentro del pueblo. Así que esa noche nos quedamos allí. No había luz y se produjeron muchas réplicas del terremoto”, dice arrodillada sobre el tatami en una habitación designada como centro de reunión en un asentamiento de casas prefabricadas en la ciudad de Fukushima, 60 kilómetros al noroeste de la planta. “Al día siguiente, nos dijeron que evacuáramos a cinco kilómetros. En ese momento no sabíamos qué estaba ocurriendo realmente, no sabíamos que la situación era tan peligrosa. Las carreteras estaban atestadas de coches, y escapamos a casa de mi madre que vive en Katsurao, no muy lejos”. Iban su marido, su hijo, la esposa de este y sus dos nietos, de seis y dos años.
El 14 de marzo —el día que se produjo una explosión en el edificio del reactor número 3 y la crisis desató el pánico entre muchos japoneses y extranjeros, miles de los cuales huyeron de Tokio y del país—, el hijo de Hiroko y su familia se fueron a casa de un pariente aún más lejos. “Mi marido y yo nos quedamos con mi madre en Katsurao. No podíamos escapar con ella porque tiene 90 años y estaba enferma, y teníamos suficiente comida”. Permanecieron allí hasta el 22 de marzo, de donde se trasladaron a Yanaizu, ya 140 kilómetros al oeste de la planta. Luego pasaron unos días en casa de su hermana en el área metropolitana de Tokio. Su hijo también se mudó con su familia.
Hiroko estuvo allí hasta el 14 de mayo, cuando volvió a la prefectura de Fukushima. Desde el 6 de septiembre, vive con su marido y su madre en una casa prefabricada en la ciudad de Fukushima, en uno de los muchos poblados para los evacuados levantados por toda la región. “Todos pensábamos que era algo temporal, que íbamos a regresar pronto. Ninguno imaginábamos el gran impacto que iba a tener la central nuclear”, afirma.
Desde el desastre, ha regresado seis veces a su casa en Namie. La primera, en abril, para buscar documentos del banco y de la empresa. Después de aquel viaje, tuvo que hacer una petición a las autoridades cada vez que quiso volver. “Estábamos en el pueblo menos de dos horas, y al salir éramos descontaminados”, cuenta.
La última vez fue en noviembre. “Después de varias visitas, ya no tienes nada que recoger. Estas casas prefabricadas son pequeñas y no hay sitio. La gente va porque quiere cuidar las tumbas de sus ancestros. Pero cuando ven sus casas invadidas por las hierbas, con el caos en que quedaron cuando salimos corriendo, se quedan noqueados. Namie es ahora un pueblo fantasma. Me pareció como una pesadilla de una película. No puedo creer que sea real”.
Asegura esta mujer que el Gobierno les ha entregado un cuestionario con preguntas como ¿querría regresar a su casa?, ¿qué le gustaría hacer en el futuro? “He respondido que no, que no quiero volver. Tengo miedo de la radiación, y aunque digan que pueden limpiar la contaminación pienso que es imposible. No creo que podamos regresar nunca a Namie. Hemos perdido el negocio. Hemos perdido la plataforma de nuestra vida. No puedo encontrar ninguna esperanza. Y las familias con los niños no querrían vivir allí. La función del pueblo ha desaparecido. El sentimiento de que la vida es imposible en Namie es mayor que las ganas de volver”.
A su lado, un vecino, Noriaki Matsuda, de 76 años, coincide. “Las autoridades no nos dan mucha información. No podemos ver el futuro. ¿Cuántos años durará esto? Yo soy agricultor. Cultivaba arroz y verduras. Durante décadas no se podrá plantar nada en estas tierras a causa de la radiación. Si no puedo cultivar, no puedo vivir en Namie”.
Muchos afectados sufren la dispersión de sus comunidades y se sienten desamparados fuera de su entorno habitual, hasta el punto que los suicidios y los casos de demencia senil han aumentado, según médicos y académicos. “No estamos contentos con la falta de información. Las autoridades sólo revelan lo que es importante o peligroso cuando ya es demasiado tarde. A mí me gustaría regresar a Namie, no quiero morir en un lugar que no conozco, pero mi hijo no quiere. Mi única esperanza es que se construyan casas no muy lejos de Namie y que todos podamos comenzar nuestras vidas de nuevo, como antes”, afirma Kyoko Niyahara, otra vecina, de 67 años.
La emergencia atómica forzó la evacuación de 80.000 personas que vivían alrededor de la central nuclear, después de que se produjeran explosiones en sus edificios y tres de sus seis reactores sufrieran fusiones. Las autoridades decretaron una zona de exclusión de 20 kilómetros de radio —que sigue en vigor— y aconsejaron a la población que vivía entre 20 y 30 kilómetros que permaneciera en el interior de sus casas.
Lo peor de la crisis ha pasado —en diciembre, Tepco, la compañía propietaria de la instalación, colocó los reactores en parada fría—, pero la planta continúa emitiendo radiación, las zonas a su alrededor están altamente contaminadas y los evacuados siguen desperdigados por todo Japón en viviendas prefabricadas o pisos facilitados por el Gobierno, con pocas esperanzas de poder regresar algún día a sus casas.
Mitsuo Matsumoto, de 38 años, hijo de Hiroko, vive ahora con su familia en Hashimoto (prefectura de Kanagawa), a 56 kilómetros del centro de Tokio y 330 kilómetros de Fukushima, en un piso que le ha cedido gratis el Gobierno por dos años. Tiene un trabajo a tiempo parcial en una empresa de transporte, que encontró gracias a unos parientes. “Durante los primeros seis meses, tuvimos que acostumbrarnos a este lugar. Todo era nuevo y no pensé en otras cosas. Ahora, estoy preocupado porque me gustaría volver a Fukushima, pero si mi hijo empieza el colegio aquí luego no querrá cambiar”, cuenta en un café, junto a la estación de tren de Hashimoto. “A finales de marzo, el Gobierno dirá a qué zonas puede regresar la gente a vivir. Entonces, tomaré una decisión, aunque no creo que vuelva pronto por los niños”, dice mientras le tiemblan los labios.
Mitsuo está enojado con las autoridades y con Tepco. Dice que deberían compensar mucho más a los evacuados y les acusa de falta de transparencia. “Mi mujer y los niños fueron a un hospital a medirse la radiación en el cuerpo. Les dijeron que no había problema, pero no les entregaron los datos. No puedo creer al Gobierno. Temo que diga que algunas zonas son aptas para vivir con objeto de no pagar a la gente. Nos sentimos abandonados”.
Y añade: “El 60% o el 70% de la electricidad que generaba la planta iba a Tokio. Este incidente no es un problema solo de la gente de Fukushima. Cuando alguien me pregunta qué creo que debería hacer el Gobierno en el futuro, respondo que la pregunta es equivocada. Porque este es un problema de todos y todo el mundo debería pensar en él”. Mitsuo no dice nada más. Se levanta y, con unos pasteles para su familia, desaparece en los pasillos de la estación de tren, que a las nueve de la noche bulle aún de gente que regresa del trabajo.
Desde que el 11 de marzo del año pasado el terremoto y el tsunami que sufrió Japón desencadenaron una crisis nuclear sin precedentes tras el accidente de Chernobil en 1996, los Matsumoto viven en un estado continuo de ansiedad. Ha pasado casi un año y lo que era una familia unida, dedicada a su negocio de materiales de construcción, ahora es una familia separada por cientos de kilómetros, alejada de su entorno y angustiada por la incertidumbre de un futuro del que no ven la luz.
Hiroko Matsumoto, de 62 años, es una mujer vivaracha y locuaz. Pero tras su optimismo late la tristeza común a las más de 340.000 personas que perdieron sus casas en la catástrofe o se vieron obligadas a salir corriendo para evitar la radiactividad que escapó de la central atómica de Fukushima 1, que resultó seriamente dañada por el tsunami.
Los Matsumoto, que vivían en Namie —una población de unas 20.000 almas 10 kilómetros al norte de la central—, tuvieron que salir corriendo. “Mi casa se salvó del maremoto porque está dentro del pueblo. Así que esa noche nos quedamos allí. No había luz y se produjeron muchas réplicas del terremoto”, dice arrodillada sobre el tatami en una habitación designada como centro de reunión en un asentamiento de casas prefabricadas en la ciudad de Fukushima, 60 kilómetros al noroeste de la planta. “Al día siguiente, nos dijeron que evacuáramos a cinco kilómetros. En ese momento no sabíamos qué estaba ocurriendo realmente, no sabíamos que la situación era tan peligrosa. Las carreteras estaban atestadas de coches, y escapamos a casa de mi madre que vive en Katsurao, no muy lejos”. Iban su marido, su hijo, la esposa de este y sus dos nietos, de seis y dos años.
El 14 de marzo —el día que se produjo una explosión en el edificio del reactor número 3 y la crisis desató el pánico entre muchos japoneses y extranjeros, miles de los cuales huyeron de Tokio y del país—, el hijo de Hiroko y su familia se fueron a casa de un pariente aún más lejos. “Mi marido y yo nos quedamos con mi madre en Katsurao. No podíamos escapar con ella porque tiene 90 años y estaba enferma, y teníamos suficiente comida”. Permanecieron allí hasta el 22 de marzo, de donde se trasladaron a Yanaizu, ya 140 kilómetros al oeste de la planta. Luego pasaron unos días en casa de su hermana en el área metropolitana de Tokio. Su hijo también se mudó con su familia.
Hiroko estuvo allí hasta el 14 de mayo, cuando volvió a la prefectura de Fukushima. Desde el 6 de septiembre, vive con su marido y su madre en una casa prefabricada en la ciudad de Fukushima, en uno de los muchos poblados para los evacuados levantados por toda la región. “Todos pensábamos que era algo temporal, que íbamos a regresar pronto. Ninguno imaginábamos el gran impacto que iba a tener la central nuclear”, afirma.
Desde el desastre, ha regresado seis veces a su casa en Namie. La primera, en abril, para buscar documentos del banco y de la empresa. Después de aquel viaje, tuvo que hacer una petición a las autoridades cada vez que quiso volver. “Estábamos en el pueblo menos de dos horas, y al salir éramos descontaminados”, cuenta.
La última vez fue en noviembre. “Después de varias visitas, ya no tienes nada que recoger. Estas casas prefabricadas son pequeñas y no hay sitio. La gente va porque quiere cuidar las tumbas de sus ancestros. Pero cuando ven sus casas invadidas por las hierbas, con el caos en que quedaron cuando salimos corriendo, se quedan noqueados. Namie es ahora un pueblo fantasma. Me pareció como una pesadilla de una película. No puedo creer que sea real”.
Asegura esta mujer que el Gobierno les ha entregado un cuestionario con preguntas como ¿querría regresar a su casa?, ¿qué le gustaría hacer en el futuro? “He respondido que no, que no quiero volver. Tengo miedo de la radiación, y aunque digan que pueden limpiar la contaminación pienso que es imposible. No creo que podamos regresar nunca a Namie. Hemos perdido el negocio. Hemos perdido la plataforma de nuestra vida. No puedo encontrar ninguna esperanza. Y las familias con los niños no querrían vivir allí. La función del pueblo ha desaparecido. El sentimiento de que la vida es imposible en Namie es mayor que las ganas de volver”.
A su lado, un vecino, Noriaki Matsuda, de 76 años, coincide. “Las autoridades no nos dan mucha información. No podemos ver el futuro. ¿Cuántos años durará esto? Yo soy agricultor. Cultivaba arroz y verduras. Durante décadas no se podrá plantar nada en estas tierras a causa de la radiación. Si no puedo cultivar, no puedo vivir en Namie”.
Muchos afectados sufren la dispersión de sus comunidades y se sienten desamparados fuera de su entorno habitual, hasta el punto que los suicidios y los casos de demencia senil han aumentado, según médicos y académicos. “No estamos contentos con la falta de información. Las autoridades sólo revelan lo que es importante o peligroso cuando ya es demasiado tarde. A mí me gustaría regresar a Namie, no quiero morir en un lugar que no conozco, pero mi hijo no quiere. Mi única esperanza es que se construyan casas no muy lejos de Namie y que todos podamos comenzar nuestras vidas de nuevo, como antes”, afirma Kyoko Niyahara, otra vecina, de 67 años.
La emergencia atómica forzó la evacuación de 80.000 personas que vivían alrededor de la central nuclear, después de que se produjeran explosiones en sus edificios y tres de sus seis reactores sufrieran fusiones. Las autoridades decretaron una zona de exclusión de 20 kilómetros de radio —que sigue en vigor— y aconsejaron a la población que vivía entre 20 y 30 kilómetros que permaneciera en el interior de sus casas.
Lo peor de la crisis ha pasado —en diciembre, Tepco, la compañía propietaria de la instalación, colocó los reactores en parada fría—, pero la planta continúa emitiendo radiación, las zonas a su alrededor están altamente contaminadas y los evacuados siguen desperdigados por todo Japón en viviendas prefabricadas o pisos facilitados por el Gobierno, con pocas esperanzas de poder regresar algún día a sus casas.
Mitsuo Matsumoto, de 38 años, hijo de Hiroko, vive ahora con su familia en Hashimoto (prefectura de Kanagawa), a 56 kilómetros del centro de Tokio y 330 kilómetros de Fukushima, en un piso que le ha cedido gratis el Gobierno por dos años. Tiene un trabajo a tiempo parcial en una empresa de transporte, que encontró gracias a unos parientes. “Durante los primeros seis meses, tuvimos que acostumbrarnos a este lugar. Todo era nuevo y no pensé en otras cosas. Ahora, estoy preocupado porque me gustaría volver a Fukushima, pero si mi hijo empieza el colegio aquí luego no querrá cambiar”, cuenta en un café, junto a la estación de tren de Hashimoto. “A finales de marzo, el Gobierno dirá a qué zonas puede regresar la gente a vivir. Entonces, tomaré una decisión, aunque no creo que vuelva pronto por los niños”, dice mientras le tiemblan los labios.
Mitsuo está enojado con las autoridades y con Tepco. Dice que deberían compensar mucho más a los evacuados y les acusa de falta de transparencia. “Mi mujer y los niños fueron a un hospital a medirse la radiación en el cuerpo. Les dijeron que no había problema, pero no les entregaron los datos. No puedo creer al Gobierno. Temo que diga que algunas zonas son aptas para vivir con objeto de no pagar a la gente. Nos sentimos abandonados”.
Y añade: “El 60% o el 70% de la electricidad que generaba la planta iba a Tokio. Este incidente no es un problema solo de la gente de Fukushima. Cuando alguien me pregunta qué creo que debería hacer el Gobierno en el futuro, respondo que la pregunta es equivocada. Porque este es un problema de todos y todo el mundo debería pensar en él”. Mitsuo no dice nada más. Se levanta y, con unos pasteles para su familia, desaparece en los pasillos de la estación de tren, que a las nueve de la noche bulle aún de gente que regresa del trabajo.
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