La poeta chilota Rosabetty Muñoz ganó la semana pasada el Altazor. En Ancud, la noticia fue festejada por sus alumnos del Liceo Domingo Espiñeira Riesco. Ellos, con sus historias, son quienes le abrieron la puerta al Chiloé más oscuro, ése que no sale en las postales.
Por Qué Pasa
Ocurrió hace algo más de dos décadas. Esa estudiante, que pudo ser cualquiera, fue la primera que se convirtió en poema. Era alumna suya del taller literario. Jamás hubiera imaginado encontrarse con ella en la sala de parto del Hospital de Ancud. La poeta Rosabetty Muñoz llegó esa tarde a tener a su tercer hijo, y por un momento la vio allí, asustada, y también a punto de dar a luz, acompañada sólo por otra adolescente. Luego, ya no volvería a verla en la sala de clases.
Apenas pudo, llamó a una amiga de su alumna, y le preguntó por qué le había escondido que estaba embarazada. Podría haberla ayudado, le dijo. Cuando oyó la respuesta del otro lado de la línea, entendió que eso, esas palabras tan tristes, eran el tipo de poema que buscaba: “en serio señora estuvo en clases toda / la mañana después fuimos a esperar / la micro y compramos dos kilos de / manzanas y al rato dijo que le / dolía el estómago y la acompañé al / hospital casi al tiro nació la guagua / en serio señora que ella no sabía nada”. La poeta decidió titularlo “Castidad”, y lo publicó en su libro Baile de señoritas (1994).
Después vendrían otras historias como ésa, de niñas arrojadas a su destino. Muchas se las contarían sus mismos alumnos, en las sesiones de su taller literario en el Liceo Domingo Espiñeira Riesco, y otras las conocería durante sus viajes por la isla. Encontrarlas en Polvo de Huesos (Ediciones Tácitas), una antología de su obra por la que acaba de ganar el Premio Altazor, es asomarse a un Chiloé oscuro, nada parecido al de los folletos turísticos. Una isla que, en los versos de Muñoz, se consume en una espiral de decadencia moral, arrasada por la pobreza y la invasión industrial, donde las adolescentes abortan a sus hijos, porque, de tenerlos, engrosarían las huestes de huérfanos. Un lugar donde el incesto es un grito silencioso y las comunidades en las islas desaparecen, ya sin jóvenes.
“Se suceden en procesión / hacia el altar de la sangre / estas jovencitas / con sus crías en bolsas negras”, se lee en los versos que dan título a En nombre de ninguna (2008), inspirado en la historia de Bernarda Gallardo, una socióloga de Puerto Montt que luchó en tribunales porque le dieran en adopción a una bebé muerta, encontrada en un tacho de basura. En ese mismo libro, Muñoz enumera en “Boca de río” las múltiples y terribles formas del aborto en Chiloé, y lanza una declaración de intenciones: “Habrá de dolerse / Ahora no es tiempo de amarrar la lengua”.
Mientras pone a hervir la tetera sobre la estufa de su casa en Ancud, la poeta, de 52 años, dice que lo que busca en sus libros es construir un puente para que hablen los que no tienen voz. “Me interesan los jóvenes, y a ellos no les llegas con un discurso de lloriqueo, sino fuerte, con impacto”, dice. Hay algo en su mundo personal, en esa casa con olor a madera y figuritas de oveja en las ventanas, que hace difícil imaginar que allí se escriban versos tan ásperos. Da la impresión de que allí viviera otra Rosabetty, una risueña profesora, el reverso exacto de la poeta maldita. Ella defiende esa dualidad. “Yo peleo en los encuentros literarios cuando se habla de que hay que tener vidas malditas para hacer buena poesía”, dice Muñoz. “Yo soy una madre de familia, hago mi comida, soy dueña de casa. Eso no evita que haya mundos tormentosos en lo que escribo”.
En su taller de Ancud tiene 85 estudiantes, casi un tercio del total del liceo. En sus sesiones, los jóvenes, la mayoría hijos de pescadores, construyen sus propios libros-objeto, escriben poesía, analizan canciones punk, y leen a los beatnik. Muchos quieren ser escritores, y algunos ya han ganado premios importantes, como Juan González, el hijo de un fletero de Ancud, que ganó el Roberto Bolaño en 2010. Hoy González estudia Psicología en la U. de Chile y tiene dos poemarios inéditos. Dice haber entendido la importancia de lo que sucedía en el taller cuando una compañera, luego de leer un cuento sobre la terrible situación de su casa, se puso a llorar. “Todos nos quedamos en un silencio respetuoso, como cuando el aire se densifica”, dice. “Supimos que el taller trataba más sobre la vida que sobre escribir”.
Rosabetty se siente orgullosa de hasta dónde han llegado algunos de sus alumnos. Dice que fueron ellos, los jóvenes que han asistido a sus talleres, los que han nutrido y mantenido la frescura de su obra. Por eso, cuando el miércoles pasado escuchó su nombre en la ceremonia de los Premios Altazor y -aún incrédula de haberle ganado a Raúl Zurita- subió al escenario, supo de inmediato lo que iba a decir. “Para mis estudiantes de Ancud”, se oyó en la transmisión. Sabía que ellos, desde su isla, estarían mirando.
ANTES DE LOS DEPREDADORES
Esa mañana sintió la mayor soledad de su vida. Era 1978, y mientras cruzaba el canal de Chacao, abandonando la isla para estudiar Derecho en Concepción, Rosabetty percibió cómo, en ese trayecto, comenzaba a acabarse un mundo. Había nacido en Ancud y se había enamorado de la poesía a los ocho años, en las celebraciones religiosas de las islas remotas, en donde la vestían de blanco para que recitara largos poemas a la Virgen. Su sueño entonces era ser santa.
El breve paso por Concepción aniquiló todo eso. Allí escuchó por primera vez de los crímenes del régimen militar. También conoció la discriminación y la desigualdad, y pudo intuir la pronta arremetida del mundo moderno contra la vida comunitaria de la isla. Luego de un par de años, tras migrar a Valdivia a estudiar Literatura, su visión del mundo había cambiado para siempre. En su primer libro, Canto de una oveja del rebaño (1981), escribiría estos versos: “Estoy mirando al mundo / desde la trizadura del huevo / y me repugna. / Es doloroso y oscuro”.
Juró volver a Chiloé y publicar siempre desde allí. A su regreso, siete años después, la isla que conoció comenzaba a desaparecer. La televisión había entrado con fuerza, horadando el aislamiento, y empezó a notar cómo la concepción de mundo chilota empezaba a hacer crisis. Pronto llegaron las salmoneras, la gente comenzó a vender sus campos para hacinarse en la ciudad, y los jóvenes emigraron al continente. Las islas quedaron cada vez más vacías. Sintió la necesidad de registrar todo eso en el papel. “Cangrejos, cochayuyos, hasta piedras guardaré. / Para contarte de la isla, / cómo era antes de los depredadores”, escribió entonces en su libro Hijos (1991).
Su paso por Chaitén tendría algo premonitorio. Llegó en 1994, acompañando a su marido, que fue nombrado director provincial de Educación. Allí escribió, dice, su mejor libro, Ratada (2005), y también el más crudo. “No esperen una postal amable / deste pueblo de mierda”, advierten pronto los versos de “Huele a esencias”. Impactada por la descomposición moral del lugar, por las brutalidades que cometían sus habitantes, casi siempre transitorios, escribió un poemario donde una rabiosa invasión de ratas devoraba y hacía desaparecer por completo a la ciudad. De regreso en la isla, lo publicó. Poco después, el volcán haría lo suyo.
Hace tres años, inició otro viaje, acompañando a la fotógrafa Mariana Matthews por una treintena de islas chilotas, como guionista del documental Autos de fe. Allí pudo comprobar en directo el estado de las cosas. Las iglesias abandonadas, la naturaleza comenzando a consumir los vestigios de las comunidades, las casas vacías. También vio una imagen que la conmovió. Sentados en un diván vio a cuatro hombres, uno al lado del otro. Uno era el abuelo, el otro el padre, luego el hijo y al final el nieto. Ellos eran los únicos habitantes de la isla. También vio otras cosas, dice, que le dan fuerzas para dar la batalla, para creer que se puede recuperar algo de lo perdido. En algunos pueblos pudo percibir el anhelo de volver a enfrentar la modernidad de otra forma, sin perder el sentido de comunidad, el respeto a los ritos. Eso es lo que ahora intenta reflejar. “Cuando termine la fiesta, y sólo quede la resaca, y mires hacia todos lados y no sepas dónde conseguir sentido, ahí va a estar la poesía, como pozo del sentido”, dice.
Esas llamas, aún no extintas, dice la poeta, son las que vale la pena soplar.
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