Por EDDIE ARIAS - 16 septiembre 2015 (elmostrador.cl)
En las actuales condiciones societales nuestro país se enfrenta a desafíos reformadores que fueron instalados por una ciudadanía deliberativa y protestante. Fueron las particularidades del Movimiento Nacional Estudiantil del 2011 como irrupción que transformó la agenda nacional, y todas las manifestaciones que derivaron de la problemática de HidroAysén y Magallanes.
En el último proceso eleccionario de la Nueva Mayoría se escenificó un procesamiento del establishment de las demandas sociales, lo cual determinó un rediseño de la Concertación por una coalición más amplia que incluye estratégicamente al Partido Comunista.
Esto generó compromisos a nivel de reformas en distintas áreas de sensibilidad social y la promesa de una nueva Carta Fundamental, a través de un proceso de Asamblea Constituyente. Las reformas hoy se ven más bien frenadas, atenuadas o parcializadas en el tiempo. A través de un mecanismo de aprovechamiento de una configuración de crisis económica, se habla de un “realismo sin renuncia”. Aquellos que habían perdido hegemonía en el poder, se vuelven a reinstalar como espacio de oportunidad ante una crisis de credibilidad y probidad muy transversal, donde la configuración de un mercado totalitario acaba por subsumir a la política como un subsistema del mercado. Esto es así y el país lo ve ante toda evidencia.
Hay una crisis profunda, pero que no radica en un conflicto de escalada mayor relacionado con una crisis capital-trabajo, es decir, la crisis radica en problemas de credibilidad, pero no en problemas de“desobediencia civil”. Hay quiebres fuertes, pero la maquinaria del Estado va sometiendo a un adormecimiento factual los impulsos de cambio, y se da aquella raíz gatopardista detectada por Moulian, donde todo cambia para que nada cambie. Esa es la operación y los dispositivos están instalados en el centro de la escena nacional.
La sociedad avanza en reconocimientos sociales que dialogan en un espacio conflictivo donde lo civil tiene una preponderancia como actor, obviamente en un espacio histórico no exento de una dimensión dialéctica, sobre todo, en aquellas situaciones que consagran variables estructurales.
Aun así la acción de las fuerzas políticas establece una difícil resolución a los espacios de reconocimiento social y se da, por tanto, una tensión de compleja resolución. Por sobre todo, en el entendido de una sociedad donde la hegemonía está centrada en el capital bajo una modalidad de administración de la vida social radicada en el neoliberalismo. Es decir, bajo la concepción de un Estado mínimo se intenta promover reformas que exigen otra concepción de Estado.
Esto es a lo menos una disonancia estructural entre expectativas y factibilidades, aun así la crisis sigue generando una pirotecnia de declaraciones y proposiciones que se confrontan con una realidad construida en la inspiración sustancial de una sociedad neoliberalizada, en los límites de una concentración que nos posiciona en uno de los coeficientes de desigualdad más prominentes del mundo. Y esto tiene una implicancia en distintas áreas de una sociedad absolutamente privatizada, donde el predominio de reproducción económica y cultural gira en torno al consumo.
La política actúa como una representación siempre difícil del esquema de contradicciones al interior de nuestra sociedad. Se transforma en un discurso que se vacía, porque su espacio vital es coartado por un espacio neoliberal que cruza los intereses de la sociedad política. Sus enfoques son pragmáticos y programáticos, sus alcances buscan pactos y rentabilidades, se mueven en un alcance utilitario.
Esto provoca que sea difícil distinguir entre izquierdas y derechas, más bien se generan bloques de poder con matices, que en la profundidad de sus postulados buscan mantener sus espacios de poder, más que buscar un tipo de sociedad.
Llama acentuadamente la atención que en este modelo nacional no aparezca un llamamiento a la conformación de un frente antineoliberal, en un país donde la protección social es precaria, donde la educación es mala, y donde la salud es carísima y esta privatizada en gran medida. Donde los problemas de vivienda, exclusión y segregación urbana persisten, donde la concentración de las ganancias del país está circunscrita a 45 hogares.
La política producida en la sociedad política se licua hasta plantearse como una política profesional, una política de aparatos y operadores, de grupos y clanes, de intereses sobre sobrevivir a cada reelección, en un punto la política se transforma en un conjunto de técnicas y disciplinas. Pierde elethos país, y la capacidad de aglutinar, entra en una crisis de credibilidad, la más fuerte, la fisura más grande y prolongada del periodo de postdictadura.
En este marco no hay una izquierda que conceptualice una opción antineoliberal, no hay una plataforma que distinga los aspectos de una democracia sustancial, imposible de sostener en una matriz neoliberal a ultranza. Porque las razones de un neoliberalismo no tienen que ver con la democracia, Hayek lo decía, el neoliberalismo no calibra la democracia como una opción valórica sino como una opción pragmática que puede servir para mantener el poder, pero no es una concepción de adhesión ideológica.
Este cierre perimetral de la política da cuenta de un dificultad central de la consolidación democrática, entendida esta como un eje de mayorías, donde la soberanía del pueblo es la que articula el contrato social. Entendida así, obviamente las posibilidades de la realidad entran en una crisis de expectativas.
Estamos en presencia de una democracia de elite, cuya denominación pone en cuestión la sustancialidad de esa democracia, en tanto no representa un acuerdo de mayorías. Estas inconsistencias de nuestra democracia radican en su alcance solo electoralista y es una crítica que no instala la izquierda sino el PNUD.
O sea, es una democracia más bien procedimental, más bien formal, donde su profundidad se ve cuestionada. Por tanto, aquí la política opera como un enclave populista, al no poder cumplir con las expectativas, nos ofrece un juego de promesas que nunca se cumplen o donde a veces se hace todo lo contrario de lo que se promete. Esto es sintomático, pues podemos encontrarnos con gobiernos de coalición socialista y sus medidas apuntan a la concentración de capital. En una definición más precisa, “en una democracia de elite la política está condenada a un acto de ficción”, se traduce en una operación que monta escena, pero de fondo no realiza cambios sustanciales.
Una política que comenzó en la imaginería de la alegría, y terminó en el descrédito. En ese alcance de la política se conoce la peor relación posible, la de los negocios, y ahí, justo, en la escena en que el mercado instala su mercantilización, se conoce con obscenidad mediática la financiación directa entre capitales y conglomerados y la sociedad política.
Esta despolitización de la política de la cual habla Lechner, en conjunto con una politización de la vida social. La política producida en la sociedad política se licua hasta plantearse como una política profesional, una política de aparatos y operadores, de grupos y clanes, de intereses sobre sobrevivir a cada reelección, en un punto la política se transforma en un conjunto de técnicas y disciplinas. Pierde el ethos país, y la capacidad de aglutinar, entra en una crisis de credibilidad, la más fuerte, la fisura más grande y prolongada del periodo de postdictadura.
En este marco no hay una izquierda que conceptualice una opción antineoliberal, no hay una plataforma que distinga los aspectos de una democracia sustancial, imposible de sostener en una matriz neoliberal a ultranza. Porque las razones de un neoliberalismo no tienen que ver con la democracia, Hayek lo decía, el neoliberalismo no calibra la democracia como una opción valórica sino como una opción pragmática que puede servir para mantener el poder, pero no es una concepción de adhesión ideológica.
Este cierre perimetral de la política da cuenta de un dificultad central de la consolidación democrática, entendida esta como un eje de mayorías, donde la soberanía del pueblo es la que articula el contrato social. Entendida así, obviamente las posibilidades de la realidad entran en una crisis de expectativas.
Estamos en presencia de una democracia de elite, cuya denominación pone en cuestión la sustancialidad de esa democracia, en tanto no representa un acuerdo de mayorías. Estas inconsistencias de nuestra democracia radican en su alcance solo electoralista y es una crítica que no instala la izquierda sino el PNUD.
O sea, es una democracia más bien procedimental, más bien formal, donde su profundidad se ve cuestionada. Por tanto, aquí la política opera como un enclave populista, al no poder cumplir con las expectativas, nos ofrece un juego de promesas que nunca se cumplen o donde a veces se hace todo lo contrario de lo que se promete. Esto es sintomático, pues podemos encontrarnos con gobiernos de coalición socialista y sus medidas apuntan a la concentración de capital. En una definición más precisa, “en una democracia de elite la política está condenada a un acto de ficción”, se traduce en una operación que monta escena, pero de fondo no realiza cambios sustanciales.
Una política que comenzó en la imaginería de la alegría, y terminó en el descrédito. En ese alcance de la política se conoce la peor relación posible, la de los negocios, y ahí, justo, en la escena en que el mercado instala su mercantilización, se conoce con obscenidad mediática la financiación directa entre capitales y conglomerados y la sociedad política.
Esta despolitización de la política de la cual habla Lechner, en conjunto con una politización de la vida social. La política producida en la sociedad política se licua hasta plantearse como una política profesional, una política de aparatos y operadores, de grupos y clanes, de intereses sobre sobrevivir a cada reelección, en un punto la política se transforma en un conjunto de técnicas y disciplinas. Pierde el ethos país, y la capacidad de aglutinar, entra en una crisis de credibilidad, la más fuerte, la fisura más grande y prolongada del periodo de postdictadura.
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