El Asad, junto a dos soldados sirios, en diciembre de 2014, en Damasco. / AP
EE UU y Rusia se enrocan entre la permanencia o no del presidente sirio en el poder
Ó. GUTIÉRREZ Madrid 29 SEP 2015 - 14:10 CEST
Sobre la mesa, la permanencia o no de Bachar el Asad al frente del Estado sirio, dilema sobre el que giran las posturas de Rusia y EE UU, respectivamente, pareciera un detalle más de la cerrazón de las dos históricas potencias en su política hacia Oriente Próximo, una cuestión que se podría resolver con la cesión de una de las partes para que el joven dirigente deje paso a otro dentro del aparato, o con la flexibilidad de la otra para que el mandatario siga asumiendo la presidencia. Pero que el cabeza de la poderosa familia El Asad siga o no en el poder implica dos opciones diametralmente opuestas de la guerra que ha causado ya la muerte de más de 300.000 personas desde marzo de 2011. Estos son algunas de las claves que explican el dilema en torno a la permanencia de El Asad.
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La forja del tirano
.- Soberanía: en primer lugar, sin duda, la permanencia en el poder de Bachar el Asad, nacido en Damasco hace 50 años, pasa por su voluntad por dejar o no las riendas del gobierno. Como máximo dirigente de un país soberano con mínimas garantías democráticas --no existen elecciones libres con participación de formaciones de oposición--, es él el que decide en tanto mantenga el apoyo de la cúpula del régimen. El Asad, que accedió a la presidencia hace 15 años, tras la muerte de su padre Hafez, no quiere abandonar el poder. Más si cabe, convocó en julio de 2014, en plena escalada bélica, elecciones que ganó sin contestación alguna en las urnas para iniciar su tercer mandato presidencial.
.- Represión: como presidente del país y, sobre todo, como general en jefe de las Fuerzas Armadas sirias, El Asad es señalado como el principal responsable de la violenta represión de la revuelta prodemocrática nacida en Deraa en marzo de 2011, que derivó en un conflicto armado. Bajo sus órdenes, el Ejército y las milicias (shabiha) han atacado indiscriminadamente –con uso de barriles bomba y armas químicas-- objetivos con población civil, ocasionando miles de muertes, entre ellos menores de edad y mujeres. ONG en el terreno han documentado de igual modo las exacciones practicadas por las fuerzas armadas contra presuntos opositores.
De los 330.000 muertos que calcula el Observatorio Sirio de Derechos Humanos (OSDH), organización que centraliza el recuento de víctimas en la guerra, más de 110.00 son civiles.
.- EE UU: la retahíla de acusaciones contra El Asad durante los cuatro años de guerra han hecho que la Administración de Obama no baraje otra opción que no sea la marcha del presidente. No obstante, Washington apoyó abiertamente las pretensiones de la oposición al régimen ya en 2011 --como ya había hecho con otras fuerzas revolucionarias en la primavera árabe--, lo que hizo que el embajador Robert Ford tuviera que abandonar Damasco tras los primeros meses de la revolución. A partir de ahí, EE UU ha prestado de forma explícita apoyo diplomático a la oposición al régimen, hoy reunida en torno a la Coalición Nacional Siria, paraguas de fuerzas críticas al régimen asentadas en Turquía, de cara a una posible transición sin El Asad.
Además, Washington, a través de terceros países, ha asistido militarmente a fuerzas rebeldes con escasos resultados.Hoy, ese apoyo se traduce en el entrenamiento y armamento de la Nueva Fuerza Siria, que tiene en principio como objetivo principal combatir al Estado Islámico.
Toda esta inversión diplomática y militar condicionan el rechazo tajante de Washington a la permanencia de El Asad. Opositores políticos y militares expresaron precisamente este lunes su insistencia a que el actual presidente no puede formar parte de ningún proceso de transición.
.- Armas químicas: una de las líneas rojas fijadas por Washington y parte de la comunidad internacional al régimen de El Asad fue el uso de armas químicas. El ataque con este armamento sobre Ghutta, distrito a la afueras de Damasco, en agosto de 2013, desencadenó los preparativos para la intervención militar extranjera contra las fuerzas armadas sirias y algunos lugares estratégicos del régimen. La ofensiva, en plena escalada del Estado Islámico en el norte del país, no se produjo, pero sentenció definitivamente a El Asad ante Washington.
.- Rusia: si bien EE UU ha mantenido durante los cuatro años de crisis siria que El Asad debe marcharse, Rusia ha persistido en que el presidente no es una carta con la que jugar en la solución del conflicto, y ha mantenido su apoyo político, militar y económico al país árabe. En el extremo de las aspiraciones estadounidenses, Moscú pretende que la guerra abierta en Siria sea una contienda contra el Estado Islámico de una coalición de todas las fuerzas con intereses en la zona --en la que estarían ellos mismos y los iraníes-- y la participación del Ejército comandado por El Asad. Esta fuerza internacional, planteada en la hoja de ruta que ha esbozado Vladímir Putin en las últimas semanas, necesitaría la colaboración de las tropas sirias y el Ejército estadounidense, algo que se antoja muy difícil.
El apoyo de Moscú a Damasco es, además, un sustento tradicional e histórico. El Asad es presidente, general en jefe del Ejército, pero también secretario general del Baaz, partido único que gobierna el país, en la órbita socialista de la URSS desde tiempos de la Guerra Fría. Estratégicamente, Moscú mantiene una base militar en la localidad siria de Tartus, en la costa, un enclave único para Rusia en el Mediterráneo.
En el trasfondo del apoyo del Kremlin está también los deseos de aprovechar el rico territorio en hidrocarburos del que cuenta Siria en la franja oriental del país y para el que Moscú estaría mejor posicionado. Hoy, esa región tiene fuerte presencia del Estado Islámico.
.- Alianzas religiosas: las divisiones entre Moscú y Washington reflejan también las alianzas de unos u otros con las diferentes ramas del islam. Arabia Saudí e Irán se disputan la región como máximos representantes de suníes y chiíes, respectivamente. El régimen de Teherán, con el que Washington rompió relaciones tras la revolución de Jomeini y la toma de la embajada norteamericana en 1979, apoya de forma incondicional a El Asad --como lo hace la milicia libanesa chií libanesa Hezbolá--, representante de la minoría alauí, una secta que deriva precisamente del chiísmo. Los alauíes gobiernan la cúpula del régimen y tienen una presencia fundamental en los sectores comerciales del país.
La permanencia de El Asad es la permanencia de un Gobierno afín en la región a Teherán, el segundo tras el iraquí. Y esto no es visto con buenos ojos ni por EE UU ni por su principal aliado en la zona, Arabia Saudí, que también a apoyado de forma explícita a la oposición política y militar a El Asad.
.- El factor yihadista: la expansión del grupo yihadista Estado Islámico ha armado la retórica de El Asad contra la revuelta, agudizando sus acusaciones de terrorismo contra todos los que atacasen al régimen. Si París y Washington trataban hace dos años de consolidar el órgano opositor al Gobierno de El Asad, ahora sus esfuerzos diplomáticos giran en torno a la coalición que combate desde el aire a los yihadistas. Esto ha dado un respiro a El Asad.
Moscú mantiene que la derrota del Estado Islámico necesita a El Asad en el poder para evitar una mayor desestabilización del país que aprovechen los yihadistas. Según el Kremlin, además, unos 2.000 miembros del Estado Islámico llegaron a Siria o Irak desde Rusia, muchos de origen checheno, por lo que entre sus prioridades está combatir al grupo y evitar que se vuelva en su contra con el retorno de milicianos a territorio ruso.
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