La gran manifestación independentista celebrada el pasado 11 de septiembre en Barcelona con el lema "Cataluña, nuevo Estado de Europa". / MARTA PÉREZ (EFE)
El giro independentista en Cataluña precipita la necesidad de introducir mecanismos federales de integración para salvar el Estado de las autonomías
JOSÉ LUIS BARBERÍA
“Este paisaje de desolación y de desánimo solo puede entenderse si nos damos cuenta de que España ha perdido una guerra, una guerra contra sí misma”, afirma el expresidente de la Generalitat Jordi Pujol. Un viento de derrota recorre efectivamente la geografía española empujando los pasos desafectos de quienes aspiran ahora a buscarse la vida fuera del solar de la vieja nación de naciones que se supone es España. ¿Cómo hemos llegado a la gigantesca manifestación independentista de la Diada del pasado 11 de septiembre que tanta perplejidad suscita fuera de Cataluña?
La crisis económica ha hecho estallar las deshilachadas costuras del estado autonómico que nació de la Constitución de 1978 precisamente con el propósito de integrar a los nacionalismos vasco y catalán. Desde esa perspectiva, el fracaso no puede ser más clamoroso aunque ahora que regresa el viejo fatalismo del “entre todos la mataron y ella solo se murió”, conviene tener en cuenta algunas certezas. A saber: los últimos 30 años han sido los mejores de España, nunca en nuestra convulsa historia ha habido tanta sensibilidad autonómica, ningún otro país ha hecho un proceso descentralizador tan intenso y rápido.
“En política, solo se cambia cuando no queda más remedio. Las cosas tienen que empeorar para poder mejorar”, ha subrayado el ex primer ministro de Sajonia (Alemania) Georg Milbradt, en un debate sobre la España autonómica organizado por las fundaciones Konrad Adenauer y Jiménez Abad. Es un punto de vista alentador, porque según esa máxima estaríamos en la situación óptima para acometer los cambios que la situación requiere. De hecho, hay un coro general político que sostiene que el modelo está agotado en su doble vertiente política y económica. Lo admiten el líder del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba y el expresidente del Gobierno de Aragón, Marcelino Iglesias, el diputado del PP Gabriel Elorriaga y el vicepresidente del Parlamento Europeo Alejo Vidal-Cuadras, la diputada de UPyD Rosa Díez y, por supuesto, Jordi Pujol, aunque desde una perspectiva diferente: “Lo de España ya no me interesa; lo que me preocupa ahora es qué vamos a hacer en Cataluña. ¿Sabe usted? Los catalanes también hemos perdido esta guerra”.
¿Estamos tan mal que nos atreveremos a vencer el vértigo y los temores que hasta ahora han impedido “abrir el melón constitucional”? No parece que quede más remedio, con media Cataluña tocando tambores independentistas y el sistema autonómico a punto de descarrillar.
La Constitución nació precisamente para integrar los nacionalismos
En contraste con las mínimas modificaciones realizadas en la Carta Magna española, Alemania ha hecho 56 reformas constitucionales desde 1949 y es un país estable. He aquí el diagnóstico de los juristas más expertos: “España tiene un sistema federal en lo referente a la distribución de las competencias, pero carece de los mecanismos propios federales de integración que cohesionan y dan transparencia a esos sistemas”. No busquen en la Constitución una respuesta sobre asuntos cruciales como la financiación y la solidaridad autonómicas o sobre la espinosa cuestión de las balanzas fiscales, los flujos financieros o el techo competencial. Tampoco esperen que vaya a aportarles un criterio seguro en las peleas sobre las políticas lingüísticas.
La autodeterminación no es un derecho reconocido en la Carta Magna. ¿No habría que reglar civilizadamente el ejercicio de la separación, como Canadá con Quebec, para el caso de que una mayoría ciudadana se pronuncie claramente por la escisión? La Constitución de 1978, —España era entonces el país más centralista de Europa—, no podía prever la evolución y generalización autonómicas. Los padres constitucionalistas introdujeron una serie de asimetrías, singularmente, el Concierto Económico vasco y el Convenio navarro, que han perturbado el funcionamiento del sistema hasta el punto de que los nacionalistas catalanes justifican su opción independentista en la negativa a obtener un modelo fiscal similar al vasco.
El Estado de las autonomías hace aguas once años después de haber completado la descentralización administrativa y tras un período benigno en el que los ingresos crearon el espejismo de que se podía cargar con todo tipo de gastos y dispendios.
El expresidente Jordi Pujol: "Lo de España ya no me interesa"
A la ausencia de un Senado representativo de las comunidades autónomas —12 años ya a la espera de un consenso entre los grandes partidos—, hay que sumar las enormes lagunas competenciales y la extrema debilidad de las relaciones intergubernamentales, limitadas a las conferencias sectoriales de consejeros autonómicos y a las muy formales y ocasionales cumbres de presidentes. “Hemos construido una casa donde no hay sala de estar. En los 12 años que estuve al frente del Gobierno de Aragón nunca me reuní con los otros presidentes autonómicos”, destaca Marcelino Iglesias.
La alta conflictividad competencial es la fiebre que ilustra la incomunicación, la falta de coordinación y cooperación y las dinámicas contrapuestas que se generan entre las comunidades autónomas y el Gobierno central. Mientras en Alemania se producen uno o dos conflictos de competencias al año, en España esa cifra se sitúa entre los 70 y 80 y las resoluciones tardan entre ocho y diez años de media.
Eso permite que el filibusterismo político esté a la orden del día y se recurra al Constitucional con el propósito de entorpecer los procesos. El caso del estatuto catalán, manantial originario de la oleada de frustración e irritación independentista que agita hoy Cataluña, es un catálogo completo de irresponsabilidades y oportunismos políticos. En esa hoguera se calcinó a fuego lento durante seis años el crédito del Tribunal Constitucional, tachado de tribunal político, el prestigio de la justicia y de los partidos y, en gran medida, la relación entre Cataluña y el resto de España.
Alemania ha hecho 56 reformas constitucionales y es un país estable
“Yo no pedí la reforma estatutaria pero no voy a criticar a un expresidente de la Generalitat, no le diré que la iniciativa de Pascual Maragall fue aventurera, aunque es verdad que las cosas se hicieron mal”, admite Jordi Pujol. “La sentencia de Tribunal Constitucional nos impone una situación dramática porque Cataluña solo es viable si tiene un buen Estado de bienestar, si somos un país decente para vivir. Mire, la independencia es imposible y traumática, pero ya solo nos queda pelear. Mientras peleemos estaremos vivos”, dice el honorable.
¿El nacionalismo catalán podrá encontrar asiento en una reforma constitucional de clave federalista? “Algo se ha roto. No sé si el debate puede fructificar porque aunque la semilla sea buena cae ahora en terreno malo. Después de la sentencia, esta Constitución no puede ser nuestra. Nosotros ya no tenemos Constitución”, afirma el expresidente de Cataluña. Los nacionalistas catalanes suscribieron en su día la Carta Magna, al contrario que el PNV, que muestra en estos momentos su faz menos rupturista. Vista la aversión de los “nacionalismos históricos” a la generalización autonómica (“ahora cualquier autonomía se llama nacionalidad”, señaló Pascual Maragall), puede decirse que también las simetrías, lo que de común tienen las 17 comunidades, son una fuente permanente de insatisfacción que empuja a los independentistas a ir más y más lejos cada vez que sus cotas competenciales son alcanzadas por otras comunidades.
“Ha habido una emulación artificiosa que se refleja en la expresión: ‘Nunca menos que ellos’ y ellos somos los catalanes. En el estatuto valenciano hay incluso una cláusula que reclama cualquier competencia que otra comunidad pueda obtener”, señala Jordi Pujol. Pero por emulación o por lo que sea, los españoles se han hecho autonomistas aunque el futuro financiero resulte comprometedor y dibuje en el horizonte la posibilidad de recomponer el mapa autonómico, de forma que las comunidades, particularmente las pequeñas, puedan compartir servicios e infraestructuras.
“Puede que no lo diga tanto y tan alto, pero yo no quiero y aprecio a mi país menos que ellos. La diversidad es tan inherente a España como a la propia Europa”, contesta Marcelino Iglesias. “¿Tenemos remedio?”, se pregunta. “Los 30 años de funcionamiento democrático nos dicen que sí, pero la cuestión es si somos capaces de seguir conviviendo. Debemos acabar con la vieja tentación de la humanidad de resolver los conflictos con una guerra cada 20 años. Cuando se hizo la Constitución, la renta per cápita de los españoles era de 5.000 dólares y ahora de más de 30.000 [unos 22.000 euros]”, indica. “Siempre que alguien ha querido ser diferente, los demás han querido ser diferentes. El modelo está agotado. Hay que reformarlo, pero no para dar satisfacción a los nacionalismos, sino para que el sistema mismo sea viable”, afirman Javier Elorriaga y Rosa Díez, partidaria de refundar el Estado a través de un proceso constituyente.
Reformar con, sin o a pesar de los nacionalistas es una clave a despejar. “Hay que articular el Estado de forma eficiente e integrar las voluntades de autogobierno de Cataluña y Euskadi. No debe ser un debate de Cataluña contra España, sino entre quienes defienden la independencia y los que no. Aquí no puede haber vencedores y vencidos. La reforma debe aportar claridad, todo el mundo debe saber lo que supone el sí y el no a la separación”, explica el profesor de Derecho Constitucional José Tudela. “Habrá que reformar la Constitución también en el caso de que Cataluña se separe, habida cuenta de que España sin Cataluña ya no sería España”, apunta el jurista Javier García Roca. Cree urgente acometer una reforma que “organice, limpie la casa y habilite la salida del que quiera irse”. En esta comprometida situación, su divisa es: “Frente a la crisis del federalismo, más federalismo”. La de Rosa Díez añade un matiz: “Ante la crisis de las autonomías, más autonomía para el Estado federal”. La sensación de que la España autonómica ha entrado en una fase de deterioro irreversible pesa como una losa en los debates de los estudiosos del problema. “La reforma llega tarde”, dicen los catalanes. “Pero más vale tarde que nunca, no hay que darse por vencidos”, les responden.
"Hemos construido una casa sin sala de estar", dice Marcelino Iglesias
En el capítulo de los agravios, Jordi Pujol puede remontarse al siglo XVI y recitar este terrible panfleto callejero, obra del gran Quevedo: “Mientras haya piedras en el campo y catalanes habrá guerra”, como prueba de que “en el fondo, la mentalidad española no comprende la autonomía”. Sin fijar la vista tan lejos, el nacionalismo catalán bien podría reconocer su parte de responsabilidad en las ofensas gratuitas y admitir la existencia en España de federalistas sinceros.
Para contribuir a deshacer los equívocos interesados y las grandes manipulaciones, ¿no habría que pensar ya en gestos y manifestaciones que expresen los sentimientos que muchos españoles albergan hacia Cataluña? “Catalanes, no os vayáis. No es verdad que os despreciemos y que rechacemos vuestra lengua y vuestra cultura. Hay mucho de vosotros que admiramos. Casi todo se puede arreglar con honestidad y buena fe. Somos vuestros amigos, vuestros vecinos, vuestros hermanos desde hace siglos. No os convirtáis ni nos convirtáis en extranjeros. Os queremos con nosotros. Sin vosotros no hay España”. Por ejemplo.
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