sábado, 1 de diciembre de 2012

El oficio más duro del mundo: las mulas humanas de Kawah Ijen

PABLO M. DÍEZ
Además del esfuerzo inhumano de acarrear el azufre, los mineros se exponen a sus gases tóxicos

Por cuatro euros, los porteadores del volcán indonesio se juegan la vida y la salud cargando 70 kilos de azufre a través de empinados senderos de piedra

PABLO M. DÍEZPABLODIEZ_ABC / ENVIADO ESPECIAL AL VOLCÁN KAWAH IJEN (INDONESIA) - Día 01/12/2012 - 03.43h

Hay gente para la que su trabajo es un infierno y otra que, literalmente, trabaja en el infierno. Es el caso de Anto Wijaya, uno de los 400 mineros que se ganan la vida sacando azufre del volcán Kawah Ijen, al este de la isla indonesia de Java. Para ello, tiene que bajar cada día hasta el fondo de su cráter, donde el gas sulfuroso que emana de las entrañas de la Tierra se solidifica al entrar en contacto con el aire. Tras arrancar grandes rocas de azufre, que en total llegan a pesar unos 70 kilos, las acarrea en dos cestas de bambú que carga sobre sus hombros a través de escarpados senderos de piedra. Son sólo 250 metros hasta la cima del volcán, que se eleva a 2.386 metros de altitud, pero los exhaustos porteadores tardan más de 40 minutos en ascender a paso de tortuga, guardando el equilibrio y midiendo con tiento sus pasos para no resbalarse y caer por el precipicio. Saben que cualquier traspié podría costarles la vida, como le ocurrió a una turista francesa que se despeñó hace años por los riscos del Kawah Ijen.

Los mineros de Kawah Ijen ganan 5 céntimos de euro por cada kilo de azufre que extraen

Una vez arriba, se abren paso entre los turistas que los fotografían como si fueran monos de circo y, cargando fatigosamente las pesadas canastas, caminan tres kilómetros hasta la balanza que una compañía minera ha situado un poco más abajo, a 1.850 metros de altura. Se trata de PT Candi Ngrimbi, una empresa que explota desde 1960 el volcán y, nunca mejor dicho, a sus trabajadores, a los que paga 662 rupias indonesias (5 céntimos de euro) por cada kilo de azufre. Luego lo vende por 10.000 rupias (83 céntimos de euro) a la industria petroquímica, ya que este mineral está generalizado en la vida cotidiana y se usa para fabricar cerillas, fuegos artificiales, cosméticos, dinamita y hasta para blanquear el azúcar.

«Como lo normal es cargar 70 kilos, sacamos unas 46.000 rupias (3,8 euros) en cada viaje», nos explica Anto, quien suele efectuar tres portes diarios. Tarda tres horas en cada uno y acaba molido, pero le permiten juntar 138.000 rupias (11,5 euros) al final del día. Aunque parece una miseria para tan inhumano esfuerzo, es el triple de lo que ganaría en el campo. «El jornal de los mineros es muy alto aquí, donde la recolección del café se paga a 15.000 rupias (1,2 euros) el día y el salario medio mensual es de dos millones de rupias (167 euros)», aclara el porteador, que antes trabajaba como albañil en la turística isla de Bali. Allí, su sueldo era de 75.000 rupias (6,2 euros) al día y el tajo no era tan duro, pero Anto ha vuelto con su familia a Banyuwangi, un pueblo cercano al volcán, por una razón de peso que, en Indonesia, resulta tan contundente como el azufre: «Me casé con una joven de Bali, donde son hinduistas, y la he traído a Java para que se convierta al Islam».

Anto tiene asma, respira con dificultad, tose constantemente y se le irritan los ojos por los gases tóxicos

A sus 27 años, Anto lleva tres jugándose el pellejo en el Kawah Ijen, cuyo azufre ya ha empezado a pasarle factura pese a cubrirse la cara con una máscara y gafas especiales. Tiene asma, respira con dificultad, tose constantemente y se le irritan los ojos por los gases tóxicos que despide el volcán. Es el precio que debe pagar para conseguir su sueño. «Trabajaré dos años más porque quiero abrir una tienda o estudiar español o francés», promete en un inglés más que aceptable.

Castigado por la vida, este joven simpático e inteligente podría ser guía turístico, camarero o recepcionista de un hotel, pero en lugar de eso hace el trabajo de una mula. Compartiendo una inmunda cabaña de madera con otros porteadores, se levanta cada día a las dos de la madrugada porque el azufre no deja de manar de noche, cuando su característico color amarillo se torna azul y brilla en medio de la oscuridad. Desafiando las sombras, Anto baja al cráter alumbrándose con una pequeña linterna adherida a su casco, que él mismo ha comprado con su dinero.


PABLO M. DÍEZ
Unos 400 porteadores cargan las cestas de azufre sobre sus hombros desde el fondo del cráter

A pesar de sus pingües beneficios, la compañía minera no ha mecanizado la extracción del azufre para ahorrar costes ni suministra ningún equipamiento a los porteadores, que trabajan por su cuenta y a tanto el peso. De hecho, ni siquiera ven parte de las 30.000 rupias (2,5 euros) de recargo por cámara que, junto a la entrada de 15.000 rupias (1,2 euros), los guardas de este parque natural cobran a los turistas que acuden para fotografiar el volcán y a sus mulas humanas.

«Este trabajo es para las bestias y no para las personas», protesta Madrusin, un fornido porteador de 42 años que lleva en el Kawah Ijen tres décadas, desde que dejó el colegio. Capaz de levantar hasta 110 kilos, asegura que aguantará trabajando «todo lo que pueda» porque necesita el dinero para educar a sus tres hijos, de entre 18 y 10 años.

«No me jubilaré, moriré aquí porque el volcán ha sido toda mi vida»

Aunque el azufre quema la garganta y escuece los ojos cuando el viento cambia de improviso y atrapa a los mineros en las espesas columnas que salen del volcán, son tan duros que ninguno se queja de sufrir enfermedades graves… más allá, claro está, de sus habituales problemas respiratorios, artrosis, dolores en las rodillas y llagas en los hombros, que se han malformado por el peso de las cestas.

Balanceando la canasta sobre su espalda, Unainik ya sólo puede cargar 50 kilos a sus 53 años. Cada día, él y sus compañeros arrancan 15 toneladas de azufre al volcán, que tres camiones trasladan al almacén de Tamansari, a 18 kilómetros de distancia por un camino de cabras entre la maleza. «No me jubilaré, moriré aquí porque el volcán ha sido toda mi vida», proclama Unainik abriendo bien la boca, donde le faltan varios dientes. De sus cinco hijos, el mayor, de 30 años, también trabaja cargando azufre. El tiempo pasa, pero la miseria perpetúa de generación en generación uno de los oficios más duros del mundo: el que hacen las mulas humanas del Kawah Ijen.

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