domingo, 4 de octubre de 2015

La batalla de los rapanuis

Las famosas esculturas de Pascua miran tierra adentro. / BRUNO BARBIER

Los habitantes de la isla de Pascua han levantado la voz contra la pesca ilegal


Piden que declare una reserva marina, que sería una de las más grandes del planeta

FOTOGALERÍA La lucha de los pescadores de la Isla de Pascua


MANUEL PLANELLES


La jornada no ha estado mal. Es mediodía en el pequeño muelle de la caleta de Hanga Roa, la capital de la isla de Pascua. Io Pakarati lleva puesto el mono impermeable amarillo mientras descarga de su bote tres hermosos atunes. Ahí mismo, en el embarcadero, coge un cuchillo y los ronquea. Io, que está en la treintena y vive del mar desde que salió por primera vez a pescar con su padre a los seis años, hace balance: “Hemos pasado siete horas y volvemos con tres kahi”.

Dejamos de ver el atún durante nueve años. Nos quitan la comida para nuestras familias

Esos tres atunes le han solucionado el día. Para capturarlos ha utilizado el arte tradicional en la isla: atar a un sedal de 80 metros una piedra con el cebo y el anzuelo y tirarla al mar. Todo lo que sacan las alrededor de 150 embarcaciones con licencia de la isla se destina al consumo local. Probablemente, los tres atunes de Io acaben en el estómago de alguno de los alrededor de 80.000 turistas que llegan al año a este recóndito lugar del Pacífico, que pertenece a Chile pero geográficamente está en la Polinesia. En la isla, donde a los visitantes se les recibe con un collar de flores y se les despide con otro de conchas y pequeñas caracolas, hay censadas 5.600 personas, de las que 2.600 pertenecen al pueblo indígena rapanui.

En la escena de pesca tradicional y de bajura del embarcadero de Hanga Roa algo no cuadra. A los pies de Io hay un cajón de plástico verde, que utiliza para los aparejos. Una inscripción en inglés en un lateral indica que pertenece a un barco factoría de Nueva Zelanda. “Lo encontré en el mar”, dice Io sin soltar el cuchillo. Este cajón y las redes y boyas que llegan hasta las calas son el rastro de una lacra: la pesca ilegal desde enormes buques en las aguas de Rapa Nui. “Cuando salimos por la noche, vemos a lo lejos las luces de los pesqueros”, explica Io. Esos barcos se adentran sin permiso en las aguas de la isla y esquilman sus recursos.
150 barcas tienen licencia en la isla para pescar. / KASHFI HALFORD (FUNDACIÓN BERTARELLI)

Aquí las amenazas llegan por el mar. Por mar llegaron en sucesivas incursiones durante el siglo XIX los esclavistas. Diezmaron la población hasta el punto de que en 1877 solo quedaban 110 rapanuis.

De hambrunas habla insistentemente Alberto Hotus, presidente del Consejo de Ancianos, donde están representados los 36 clanes históricos de Rapa Nui. Su casa de chapa, cuenta, es de las más antiguas de la isla. Data de los años cincuenta del siglo pasado. Hotus repasa sus 86 años de vida, que es lo mismo que recorrer los 86 últimos años de su pueblo. Nació cuando la inmensa mayoría de Rapa Nui era propiedad de la Compañía de Explotación de Isla de Pascua, que mantuvo recluidos a los indígenas en el núcleo de Hanga Roa. De aquella época se mantiene la estructura urbana de la isla, donde la población vive concentrada en Hanga Roa, una pequeña ciudad de casas bajas que en las últimas décadas ha visto surgir decenas de hoteles –también de una planta– para acoger a los turistas.

La isla de Pascua es un planeta a escala. Representa lo que le puede pasar al mundo

Hotus vivió la Segunda Guerra Mundial y recuerda cuando los americanos utilizaron Rapa Nui como punto de observación. Pasó por el Ejército chileno y trabajó como enfermero en el ya desaparecido leprosario de la isla. También estuvo nueve meses encarcelado por la dictadura de Pinochet por una protesta. A Hotus no se le olvida el hambre que durante décadas azotó a su pueblo. “Hay que cuidar el océano, porque el mar es la despensa del mundo”, opina al pie de uno de los árboles de su jardín que ofrece jugosos nísperos.

Hotus se entiende con los suyos en rapanui. Este idioma polinésico, cargado de kas, tes y pes, suena rudo cuando lo hablan. Pero cuando lo cantan cualquier noche en algún bar de la isla suena tan melódico que parece que se creó solo para la música. Hotus, al igual que muchos de sus vecinos, se ha embarcado ahora en una batalla por defender su mar.

Rapa Nui o isla de Pascua es conocida en el mundo entero por los moáis, cerca de 900 enormes estatuas de piedra que representan a los ancestros de este pueblo indígena, que se estima que llegó desde la Polinesia en el siglo IV. La mayoría están orientados hacia tierra. Pero al potente sector pesquero internacional lo que realmente le interesa es lo que hay a las espaldas de los moáis, el mar.


Rapa Nui vive de los 80.000 turistas que visitan este rincón del planeta de origen volcánico. /BRUNO BARBIER

“Esto es un oasis en el desierto marino”. Así define su tierra Sebastián Yancovic Pakarati, un isleño que realiza seguimientos de aves y peces. Rapa Nui parece estar en mitad de la nada, pero en verdad se trata de la cima de una cordillera submarina de 3.000 metros de largo. A la isla de Pascua se acercan en sus rutas migratorias grandes cetáceos, como las ballenas jorobadas, y especies de interés comercial, como el pez espada y el atún, que también se reproducen aquí. La mala situación de otros caladeros –la FAO estima que el 90,1% de las poblaciones de peces del planeta están en situación de sobreexplotación o plenamente explotadas– ha hecho que las grandes compañías internacionales miren hacia aquí.

“No tenemos suficientes recursos para controlar la pesca ilegal”, reconoce Heraldo Muñoz, ministro de Asuntos Exteriores de Chile. “Los buques se sitúan en el borde de nuestra zona económica exclusiva, apagan el sistema de localización y entran a pescar”, añade. “Se ve que pescan por la velocidad, van a entre uno y tres nudos”, indica el capitán Mario Montejo, director de Seguridad y Operaciones Marinas de la Armada. Mientras este militar relata las dificultades para atajar el problema, tras su espalda desfilan por una enorme pantalla pequeñas flechas de colores que representan los barcos que están dentro de las inabarcables aguas territoriales de Chile. Montejo habla desde la sede de la Armada de Valparaíso. Las patrulleras tardan seis días en recorrer los 3.800 kilómetros que separan este punto de la costa continental de Chile de la isla de Pascua. Es complicado capturar a los piratas en acción. Chile, en colaboración con Reino Unido, está inmerso en un proyecto de control por satélite llamado Captapult que tratará de evitar estas prácticas.

Los estragos de la pesca ilegal. / MIGUEL NAVIA

La organización conservacionista Pew y la Fundación Bertarelli realizaron un seguimiento por satélite de la zona a finales de 2013. Detectaron 25 buques pesqueros en octubre de ese año que tenían apagados sus sistemas de localización dentro de las 200 millas de aguas territoriales de Pascua. Fue imposible comprobarlo al 100%, pero estas organizaciones –al igual que el Gobierno chileno– creen que estaban pescando ilegalmente. Los barcos llevaban bandera de Japón, Corea, Perú, China y, también, de España, señalan estas organizaciones.

Sara Roe, presidenta de la Asociación de Pescadores Artesanales de la caleta de Hanga Piko, recuerda, igual que muchos en la isla, el largo periodo en el que los pescadores volvían del mar con las manos vacías. “Dejamos de ver el atún durante nueve años”. Y culpa a la pesca ilegal: “Nos quitan la comida para nuestras familias y, si no hay pescado, a final de mes no tenemos dinero para pagar las facturas”. A partir de 2013, el atún volvió, algo que los pescadores achacan al incremento de los controles por parte de la Armada. “Este año hemos realizado ya dos operaciones en la isla de Pascua que consisten en vuelos de ocho horas en la zona”, apunta el capitán Montejo. Se inspecciona un territorio de 720.000 kilómetros cuadrados.

Aquel periodo sin atunes causó, a su vez, que los pescadores locales no respetaran sus antiguos tapu, las normas ancestrales que implicaban vedas y tamaños mínimos de capturas. “Arrasamos con los peces más chicos de la costa”, admite Simón Pakarati, un pescador que ahora colabora con Pew.


El atún es la principal especie comercial. Los pescadores lo trocean en los embarcaderos. /BRUNO BARBIER

La escasez de pesca y la llegada de residuos plásticos desde los buques factoría hicieron que el pueblo rapanui tomara conciencia. Hace justo un año se formó la Mesa del Mar, una asamblea de más de 20 instituciones y asociaciones locales. A mediados de este septiembre, la mesa ha presentado una propuesta al Gobierno chileno para crear un área de protección marina de 570.000 kilómetros cuadrados alrededor de la isla y del vecino islote de Sala y Gómez, donde no vive nadie y que ahora ya cuenta con una zona de protección. Unos 480.000 kilómetros se encuadrarían dentro de la categoría de parque marino, lo que supone vetar cualquier tipo de pesca o de extracción de hidrocarburos y minerales. Los 90.000 kilómetros cuadrados restantes, los más cercanos a la costa, se clasificarían como reserva. “Solo se permitiría ahí la pesca tradicional”, señala el alcalde de Rapa Nui, Pedro Pablo Edmunds Paoa. “Nuestro mar es nuestro futuro”, apunta.

La Mesa del Mar ha contado con la colaboración de Pew y la Fundación Bertarelli, que han invitado a cinco medios internacionales, entre ellos a EL PAÍS, a conocer este proyecto de conservación. De aprobarse, será uno de los parques marinos más grandes del planeta. Se espera un anuncio por parte del Gobierno chileno en este sentido durante la conferencia internacional sobre los océanos que arranca este lunes en Valparaíso. “Lo que ellos acuerden será lo que se haga”, sostiene el ministro Heraldo Muñoz en referencia al pueblo indígena.

El paso dado por la Mesa del Mar para conservar sus recursos tiene una enorme importancia simbólica. El pueblo rapanui ha estado al borde del colapso ambiental en varias ocasiones. Cuando el navegante holandés Jakob Roggeveen arribó en la isla el domingo de Pascua de 1722, anotó que no quedaban prácticamente árboles. Sin embargo, varias investigaciones han indicado que siglos atrás tuvo una densa capa forestal. Las hipótesis sobre la desaparición de los árboles apuntan a una tala indiscriminada por parte de los rapanuis para lograr más zonas de cultivo y abastecer a una creciente población. También, al impacto de un roedor traído por el hombre, la rata del Pacífico, que arrampló con las semillas de las palmeras.

“La isla de Pascua es un planeta a escala, representa lo que le puede pasar al mundo”, opina Rodolfo Pérez, asesor del Ayuntamiento de la isla en asuntos de desarrollo y planificación. Mike Rapu, propietario de dos centros de buceo, reconoce que su pueblo se convirtió en el ejemplo de cómo se “puede exterminar lo que hay en la tierra”. “Ahora podemos decir al mundo que estamos despertando y hemos aprendido la lección”, dice sobre el parque marino.

Menos conocida que la deforestación (y más reciente) fue la casi desaparición de las aves. “Hasta los años noventa se produjo una devastación; el pueblo cogía los huevos para comer, había mucha hambre”, detalla Sebastián Yancovic Pakarati.


Paisaje de la isla de Pascua. / KASHFI HALFORD (FUNDACIÓN BERTARELLI)

Que la propuesta del parque marino haya partido del pueblo rapanui es importante, porque muchos entienden que otras experiencias similares han sido impuestas desde el continente. Mario Tuki insiste en la necesidad de que el parque luego sea gestionado desde la isla. “Todos los Gobiernos de Chile han estado impidiendo que el pueblo tenga autonomía”, dice este miembro del llamado Parlamento de Rapa Nui, una asociación que aboga por la independencia de la isla. Muki hace referencia al parque nacional terrestre que protege los moáis y que se gestiona desde la capital de Chile. Cinco socios de esta organización fueron detenidos durante unas horas hace unas semanas por la policía por intentar cobrar a los visitantes del parque. “No era una entrada, era una aportación voluntaria para pagar a los vigilantes que protegen estos sitios sagrados”, apunta Muki.

“Cualquier proyecto de conservación que pretenda ser efectivo y aceptado en la isla debe contar con la participación de la comunidad”, opina Yolanda Sánchez, una española licenciada en Ciencias del Mar que ha puesto en marcha un programa de educación ambiental dirigido a los niños de Pascua. “El pueblo rapanui es muy difícil, cambia de opinión”, admite Rodolfo Pérez, asesor del Ayuntamiento. Paralelamente a la propuesta de la Mesa del Mar, otro grupo de pescadores decidió crear una asociación que rechaza la creación del parque. Enrique Hei, miembro de esta asociación, argumenta que la prohibición de la pesca en las aguas exteriores podría limitar en el futuro la actividad económica de su pueblo.

Los rapanuis, en su reciente petición de declaración del parque, insisten en la necesidad de que se implanten medidas efectivas de control. La experiencia con el parque marino del vecino islote de Sala y Gómez no ha sido buena. Por un lado, el Gobierno la declaró sin consultar al pueblo rapanui. Por otro, no ha estado acompañado de un verdadero sistema de control. “Se trata de un parque de papel, solo está pintado en el mapa y no hay plan de gestión y control”, señala el catedrático de Biología Marina Juan Carlos Castilla, uno de los científicos de más prestigio de Chile. En definitiva, la batalla emprendida por los rapanuis busca frenar a los pesqueros piratas que cercan sus aguas y acaban con los recursos. “No hay otra solución que cuidar el mar”, concluye Alberto Hotus sentado en el porche de su vieja casa de chapa.

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