jueves, 1 de octubre de 2015

¿Qué parte es la que no entiende la elite?

No es comparable irse de viaje en un momento inadecuado o tener un sueldo excesivo que manejarse caprichosa y arbitrariamente en las más altas esferas del poder económico. Sin embargo, estas situaciones irritan por igual a la inmensa mayoría de los ciudadanos. Todas ellas dan cuenta de que algunos siguen gozando de privilegios impropios y gozando de una parte demasiado grande de la torta.

Por PATRICIA POLITZER 1 octubre 2015 (elmostrador.cl)


¿Qué pueden tener en común un senador, un empresario y un historiador? En el caso de esta columna, forman parte de esa elite de nuestra sociedad que padece una severa incapacidad para entender el mundo en que vivimos.

En un país en el que cuesta –y mucho– asumir errores y disculparse, el senador Jorge Pizarro acertó al asumir que su viaje al mundial de rugby en medio de las réplicas del último terremoto fue un traspié contundente. Sin embargo, cabe preguntarse cómo es posible que un político con amplia y dilatada trayectoria como la suya cometa tamaño desacierto. Más aún, si consideramos el cuestionamiento por las boletas que sus hijos emitieron para SQM.

Tampoco resulta comprensible que, en medio de las discusiones sobre transparencia y probidad, el ex Mapu, ex presidente de la CPC e integrante de Fuerza Pública, Rafael Guilisasti, salte sin mayor recato desde la Corfo a la cabeza de las sociedades Cascada, con las cuales el Estado está en juicio. ¿Alguien puede pensar que no hay incompatibilidad entre uno y otro cargo? ¿No se le pasó por la mente que podía estar cometiendo una transgresión sustantiva, que era ética y estéticamente impresentable? Si bien el empresario no era un funcionario público propiamente tal, no cabe duda que cumplía una función pública relevante que le permite manejar información reservada en torno a la disputa entre Corfo y las Cascadas.

El salto de Guilisasti se ve aún más impúdico si consideramos que el empresario es director de CorpBanca, el banco que acaba de otorgar un suculento crédito a las mismas Cascadas, donde él llega a ocupar el cargo dejado por Julio Ponce Lerou a raíz de los escándalos que han involucrado a SQM.

Estamos en el siglo XXI, los estándares de transparencia y probidad cambiaron de manera radical. Ya no es posible dejar a los electores botados en medio de las réplicas de un terremoto, entregar bonos millonarios a unos pocos mientras los demás se endeudan para llegar a fin de mes, saltar impunemente de un cargo público a otro privado, beneficiándose de la información recogida. Muchas situaciones impropias no son delito, pero ya son impracticables por ser antiéticas.

Y si de bancos se trata, tampoco resulta inocuo el nombramiento del nuevo presidente del BancoEstado, Jorge Rodríguez Grossi. Sin duda se trata de un profesional destacado y prestigiado pero, cuando el país está saturado de puertas giratorias, no resulta prudente que el Gobierno nombre en dicho cargo al presidente ejecutivo del polémico proyecto hidroeléctrico Alto Maipo. El economista ha ido y vuelto entre el sector privado y el público demasiadas veces como para pasar inadvertido.

Esta vez, Rodríguez Grossi reemplaza en el cargo a Guillermo Larraín, quien se vio obligado a renunciar tras una compleja negociación colectiva con el sindicato del banco que agrupa al 97 por ciento de sus trabajadores. Más allá de haber sobrepasado el límite que Hacienda le dio para negociar el incremento salarial y evitar la huelga, el pecado de Larraín fue no dimensionar el carácter escandaloso de un bono de fin de conflicto que asciende a más de seis millones de pesos para cada trabajador. ¿Alguien pensó que ese bono podía pasar inadvertido para la opinión pública? Ese bono supera el sueldo de todo un año del 70 por ciento de los trabajadores chilenos.

Sin duda el llamado “bono de fin de conflicto” se ha convertido en una perversión estructural de la negociación entre trabajadores y empresarios. Lo que alguna vez fue un pago para compensar los días de huelga que se descontaban del sueldo, hoy es una herramienta espuria que alegra a los trabajadores cuando lo reciben, pero los perjudica en la posibilidad de mejorar sustancialmente sus condiciones laborales. La dictadura utilizó el bono para tener trabajadores tranquilos, los empresarios la usan para bajar sus costos. Los ejecutivos del BancoEstado no calcularon que el Estado no puede seguir incrementando los privilegios de algunos.

Desgraciadamente, la Presidencia de la República tampoco está exenta de esta falta de sensibilidad con el entorno. Entre sus contrataciones de los últimos meses figuran varios jóvenes –treinteañeros– cuyos honorarios ascienden a cinco millones de pesos. Se trata –supongo– de buenos profesionales, como el historiador Enzo Abbagliati o el profesor de filosofía Felipe Barnachea –ambos con su respectivo magíster–, pero eso no explica que su remuneración supere sustancialmente la que reciben numerosos colegas y funcionarios de planta con responsabilidades directivas.

Estos hechos son sin duda de distinto calibre. No es comparable irse de viaje en un momento inadecuado o tener un sueldo excesivo que manejarse caprichosa y arbitrariamente en las más altas esferas del poder económico. Sin embargo, estas situaciones irritan por igual a la inmensa mayoría de los ciudadanos. Todas ellas dan cuenta de que algunos siguen gozando de privilegios impropios y gozando de una parte demasiado grande de la torta.

Las encuestas, las redes sociales y las entrevistas en las calles de cualquier ciudad son categóricas para dar cuenta del desprestigio de la clase política, de la desconfianza frente a los empresarios, de la rabia contenida frente al abuso y la desigualdad.

Estamos en el siglo XXI, los estándares de transparencia y probidad cambiaron de manera radical. Ya no es posible dejar a los electores botados en medio de las réplicas de un terremoto, entregar bonos millonarios a unos pocos mientras los demás se endeudan para llegar a fin de mes, saltar impunemente de un cargo público a otro privado, beneficiándose de la información recogida. Muchas situaciones impropias no son delito, pero ya son impracticables por ser antiéticas.

¿Qué parte de todo esto es lo que la elite se resiste a comprender?

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