La oposición acusa a la canciller de dar lecciones fuera y no poner orden en casa
JUAN GÓMEZ Berlin 2 DIC 2011 - 20:23 CET
La actuación de Angela Merkel en la etapa crucial de esta crisis europea tiene tan confusos a los alemanes como a los observadores extranjeros. Aquí causan sorpresa las recientes críticas de la oposición en Francia, que compara a Merkel con el belicista y maquiavélico canciller Bismarck. Si algo se le reprocha a la canciller es, precisamente, su falta de iniciativa y de liderazgo. Los problemas con los vecinos se achacan a la poca claridad alemana y a las deficiencias diplomáticas del Gobierno. Así que Merkel, que carece de aptitud para los gestos teatrales o la grandilocuencia, dedicó parte de su discurso parlamentario de ayer a disipar las acusaciones de prepotencia. De nuevo aludió a los padres de la Unión Europea y volvió a alinearse en su tradición. La Unificación de Alemania y la Unión de Europa son, dijo, “dos caras de la misma moneda”. Alemania “no quiere dominar” el continente. Comparada con parafernalia nacionalista y enfática que puso en marcha la víspera el presidente francés Nicolas Sarkozy en Tolón, la alocución de Merkel al Bundestag fue un dechado de recato y de objetividad.
También fue aburrida y anodina. El jefe parlamentario socialdemócrataFrank-Walter Steinmeier (SPD), acusó a la democristiana Merkel (CDU) de ser ella misma un riesgo para la estabilidad europea. La canciller, según dijo Steinmeier en su réplica, “ha abandonado una tras otra todas las posiciones que había adoptado en la lucha contra la crisis”. Una falta de coherencia que erosiona, según dice, la credibilidad del país. Steinmeier acusa a Merkel de haber provocado “que incluso nuestros vecinos más afines” se hayan vuelto contra Alemania. A esta “hipocresía” se suma que “no ha explicado la situación” a los alemanes: en las negociaciones sobre el rescate del euro “no hemos tratado de salvar a Italia o a Grecia, sino de salvarnos a nosotros mismos, nuestras finanzas y nuestros puestos de trabajo”. Esa es, dijo, “la verdad” a la que ha faltado la canciller.
Steinmeier metió el dedo en la llaga exterior del Gobierno: “el que quiera dar lecciones de austeridad, tendrá que poner en orden su casa antes”. Apuntó que Merkel no sigue la disciplina fiscal que impone en las negociaciones con sus socios europeos, a los que "piden que se aprieten el cinturón mientras bajan los impuestos aquí". “Nadie le acusa de haber provocado la crisis”, le dijo a Merkel, “pero lo que usted ofrece no es política sino teatro”. En un discurso tan duro como cabía esperar, el líder socialdemócrata acusó a Merkel de estar “parada ante la casa europea, que arde hasta el tejado, obligando a otros a que asuman las responsabilidades”.
Hablar de casas ardiendo parece una metáfora apropiada. El ministro de Hacienda Wolfgang Schäuble dijo esta semana a unos periodistas extranjeros que se siente “como un bombero al que los pirómanos abroncan porque no apaga de una vez el fuego”. Le habían preguntado sobre la voluntad de Mariano Rajoy de seguir los dictados de Berlín: “nosotros no dictamos”, sino que “tenemos que convencer a nuestros ciudadanos de que arriesguen cientos de miles de millones de euros” para ayudar a los socios. Los gobernantes alemanes andan en terreno minado, emparedados entre el miedo de sus votantes a perder sus ahorros y las cada vez más aceradas (y a menudo populistas) críticas de sus socios. Además, les amenaza la espada de Damocles del posible fracaso de las medidas más audaces para superar la crisis. Porque si no sirviera de nada el bazuca del Banco Central Europeo (BCE), que muchos pintan como la gran panacea, se habrá quemado el último cartucho.
La actuación de Angela Merkel en la etapa crucial de esta crisis europea tiene tan confusos a los alemanes como a los observadores extranjeros. Aquí causan sorpresa las recientes críticas de la oposición en Francia, que compara a Merkel con el belicista y maquiavélico canciller Bismarck. Si algo se le reprocha a la canciller es, precisamente, su falta de iniciativa y de liderazgo. Los problemas con los vecinos se achacan a la poca claridad alemana y a las deficiencias diplomáticas del Gobierno. Así que Merkel, que carece de aptitud para los gestos teatrales o la grandilocuencia, dedicó parte de su discurso parlamentario de ayer a disipar las acusaciones de prepotencia. De nuevo aludió a los padres de la Unión Europea y volvió a alinearse en su tradición. La Unificación de Alemania y la Unión de Europa son, dijo, “dos caras de la misma moneda”. Alemania “no quiere dominar” el continente. Comparada con parafernalia nacionalista y enfática que puso en marcha la víspera el presidente francés Nicolas Sarkozy en Tolón, la alocución de Merkel al Bundestag fue un dechado de recato y de objetividad.
También fue aburrida y anodina. El jefe parlamentario socialdemócrataFrank-Walter Steinmeier (SPD), acusó a la democristiana Merkel (CDU) de ser ella misma un riesgo para la estabilidad europea. La canciller, según dijo Steinmeier en su réplica, “ha abandonado una tras otra todas las posiciones que había adoptado en la lucha contra la crisis”. Una falta de coherencia que erosiona, según dice, la credibilidad del país. Steinmeier acusa a Merkel de haber provocado “que incluso nuestros vecinos más afines” se hayan vuelto contra Alemania. A esta “hipocresía” se suma que “no ha explicado la situación” a los alemanes: en las negociaciones sobre el rescate del euro “no hemos tratado de salvar a Italia o a Grecia, sino de salvarnos a nosotros mismos, nuestras finanzas y nuestros puestos de trabajo”. Esa es, dijo, “la verdad” a la que ha faltado la canciller.
Steinmeier metió el dedo en la llaga exterior del Gobierno: “el que quiera dar lecciones de austeridad, tendrá que poner en orden su casa antes”. Apuntó que Merkel no sigue la disciplina fiscal que impone en las negociaciones con sus socios europeos, a los que "piden que se aprieten el cinturón mientras bajan los impuestos aquí". “Nadie le acusa de haber provocado la crisis”, le dijo a Merkel, “pero lo que usted ofrece no es política sino teatro”. En un discurso tan duro como cabía esperar, el líder socialdemócrata acusó a Merkel de estar “parada ante la casa europea, que arde hasta el tejado, obligando a otros a que asuman las responsabilidades”.
Hablar de casas ardiendo parece una metáfora apropiada. El ministro de Hacienda Wolfgang Schäuble dijo esta semana a unos periodistas extranjeros que se siente “como un bombero al que los pirómanos abroncan porque no apaga de una vez el fuego”. Le habían preguntado sobre la voluntad de Mariano Rajoy de seguir los dictados de Berlín: “nosotros no dictamos”, sino que “tenemos que convencer a nuestros ciudadanos de que arriesguen cientos de miles de millones de euros” para ayudar a los socios. Los gobernantes alemanes andan en terreno minado, emparedados entre el miedo de sus votantes a perder sus ahorros y las cada vez más aceradas (y a menudo populistas) críticas de sus socios. Además, les amenaza la espada de Damocles del posible fracaso de las medidas más audaces para superar la crisis. Porque si no sirviera de nada el bazuca del Banco Central Europeo (BCE), que muchos pintan como la gran panacea, se habrá quemado el último cartucho.
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