Desde el inicio, el rascacielos de Cencosud ha sido un hito cargado con un significado cambiante según el espíritu de los tiempos. Fue la euforia del Chile pujante, fue el testimonio de la crisis económica, fue la reactivación y fue el monumento a la arrogancia empresarial. ¿Y ahora? Ahora es lo que se ve cuando uno alza la vista en el pasillo de un mall.
Por Alberto Fuguet | Escritor y cineasta
1.- Nivel calle
El mall no está del todo listo. Esto chileniza todo. Suenan taladros, instalan letreros. Cencosud hizo lo que quiso, ya, sí, cabe alguna duda, pero ¿sorprende tanto?, ¿no vivimos en un país donde los conglomerados hacen lo que quieren? Aun así, una semana después de su inauguración los enemigos del futuro y los sociólogos online han tenido que bajar la voz: el caos llegó, pero no es tan distinto al caos diario al que estamos acostumbrados.
Quizás ése es el verdadero caos.
Un amigo norteamericano, que estuvo acá la semana de la apertura, quedó fascinado con “el debate” y los comentarios y por el hecho que “no había otro tema”. Eso, le dije, es muy normal: Chile tiende a concentrarse en un solo tema. Traté de explicarle, pero mientras lo hacía capté que yo tampoco tenía muy claro cómo el Costanera Center mutó tantas veces, como pasó de ser una utopía a ser un bochorno, la cicatriz supurante que delata todo lo que somos, deseamos, tememos y no somos.
Es largo de explicar, le dije. Tampoco entendió del todo (yo tampoco) la cobertura que tuvo el suceso: en los diarios, canales, radios, sitios de internet se anunciaba, paso a paso, el día que se inauguró como si se tratara de la llegada del hombre a la Luna. En una hora más abre Costanera Center. Declaraciones a los primeros clientes. Urbanistas analizan futuro colapso.
El presidente Piñera no se asomó. Si eres político, hoy, no es bueno que te vean por ahí.
Antes era distinto. No antes-antes, cuando ahí sólo había un terreno baldío abandonado por la CCU desde los 70. Digo antes-recién, en 2009, el 17 de diciembre, cuando la presidenta Bachelet llegó a la torre congelada para descongelarla. “¡Que empiece la obra de Costanera Center!”, voceó por radio al encargado de la grúa en la ceremonia que marcó el reinicio de los trabajos, tras casi 11 meses de paralización. Dijo entonces: el edificio “simboliza la pujanza de la ciudad”.
Ella tenía razón: no dijo “es”, dijo “simboliza”.
Una torre gigante con pies de mall es, antes que todo,un negocio, un inmueble; no es una obra pública, pero al simbolizarlo se vuelve desde nuestra Torre Eiffel hasta un pararrayos donde caen todos los relámpagos cargados con nuestros fantasmas y fantasías. Hoy es algo que carga y se alza hacia el cielo contaminado con toda la simbología que ahora está flotando en el aire: suspicacia, abuso de los poderosos, incompetencia, desigualdad, atochamientos. Desde el anuncio que fue celebrado como la torre más alta de Latinoamérica al elefante blanco paralizado por la crisis que despedía a suficientes trabajadores para fundar un pueblo, pasando por un work-in-progress con el que la ciudad, tan admirada por los editores de viajes del New York Times, estaba reactivándose, tal como el país. La torre de Paulmann pasó a ser el monumento a la reactivación, a la resiliencia, a la capacidad de Chile de superarlos a todos a pesar de los problemas. Y en un sitio donde todo se hace entre cuatro paredes, en esta era de redes sociales, la torre iba construyéndose a la vista de todos, piso por piso.
2.- Patio de comidas
Son las 10:45 de la mañana, aún hace frío afuera y estoy sudando dentro del Costanera Center.
Poco a poco empieza a llegar la gente: gente de todos los estratos, edades. Estudiantes, jubilados con chaquetas de tweed, obreros de la misma construcción, secretarias de uniforme, mamás 4x4. Hay algo diverso acá.
En unos sofás, señores leen el diario. En el vacío patio de comidas, que tiene terraza y una vista a los edificios de Providencia (ahí está el Giratorio, ahí está la Virgen del San Cristóbal), jóvenes indies con mucho anteojo y bufanda toman un McCafé y navegan por el gratuito (cero clave) y rápido wi fi que no deja acceder a páginas porno o a portales de descargas de torrents.
La música que suena es mal pop de los 90.
A pesar de la escala no-humana, no me siento avasallado. Aún.
Busco elementos para destrozarlo, para estar, digamos, a la altura de los tiempos, para ser un twitero-con-rabia, para sentirme parte de un todo más grande y plural protestando por esta afrenta, este ataque al urbanismo, este mastodonte no terminado (el hecho que tanta tienda esté tapiada da la impresión a esta hora que se desató una crisis y que el mall está más bien iniciando su cierre) que quiere arrasar no sólo con una intersección de por sí insólita (pocas veces el término “embudo” ha sido usado de manera más precisa), sino con nuestra forma de vida.
El neoliberalismo asesino, el consumismo como religión, el fin del urbanismo.
La torre se vuelve un pararrayos donde caen todos los relámpagos cargados con nuestros fantasmas y fantasías. Hoy se alza con toda la simbología que ahora está flotando en el aire: suspicacia, abuso de los poderosos, incompetencia, desigualdad, atochamientos.
No es para tanto.
Es un mall, como me dijo un amigo.
Es un mall con una torre, agregó. Una torre alta (el faro que se verá de todas partes) y un mall muy grande abajo.
Mal ubicado, por un lado, y alucinantemente bien instalado, por otro.
3.- Librería
Ahora que todos odian el Costanera Center hasta que dejen de odiarlo, parece buen momento para analizar el concepto de ciudad. Si todos consideran que son sucias, peligrosas, atestadas, irrespirables e irritables, es válido preguntarse por qué uno vive en ellas. Las respuestas son, quizás, obvias, pero el libro Triumph of the City, del economista Edward Glaeser, que leo en el local del Emporio La Rosa (la nostalgia del viejo Chile de barrio como franquicia) mira debajo del agua (o del pavimento) y ve cosas que no lo son tanto.
El libro, que se puede leer como un extraño libro-de-viajes o un ensayo pop, es ideal para subrayar en un sitio como éste. Glaeser ama los rascacielos porque cree que sirven a las ciudades (mientras más cerca estamos, piensa, más cerca estamos) y sostiene que una ciudad no sólo debe producir y proteger sino entretener y estimular (más cines, más GAMs, más parques, más restaurantes, más malls, si hasta Manhattan tiene malls).
Lo que Glaeser hace es lo que quizás hace un sicólogo: ve lo bueno y lo sano entre tanta queja y depresión.
Ninguna ciudad es perfecta; si lo fuera, no sería una ciudad habitada por humanos, sostiene. El autor, algo arrogante pero lleno de fe citadina, siente que tiene las soluciones. Su mejor ejemplo son dos ciudades hasta hace poco decadentes: Nueva York y Londres. Y si bien es romántico, entiende que, tal como ciudades pueden resucitar, otras pueden o deben morir si no entienden para qué sirven y cómo pueden atraer y mantener su único capital: sus habitantes que, ojalá, sean lo más diversos posible.
Así, un ser perdido y extraviado puede encontrarse en la ciudad correcta y florecer. La gran historia de amor no es “chico conoce chica”, es “chico o chica conoce ciudad”. Todo se basa en conectar y a menos distancia más posibilidad de conexión (pienso de pronto en el mejor festival de cine de América Latina, el Bafici, y recuerdo que todo sucede en un mall). Para Glaeser, una ciudad es una red social, pero física, tangible, que habita una estructura real que va mutando y que es capaz de crear cultura, dinero, amores, ideas, valores y oportunidades. “Debemos liberarnos de la tendencia a ver nuestras ciudades como una suma de edificios y debemos recordar que una ciudad real está hecha de carne, no de concreto”.
4.- Salida
La inauguración ya pasó. La vida sigue.
Las cosas, como tienden a suceder, siguieron su curso y el barrio, aunque cambió (la anchísima calle Nueva Tajamar que parece una explanada con el ruido amenazador del canal San Carlos vaciándose al Mapocho; los ángulos que deleitarían a un cineasta como Michael Mann; esa pasarela de Los Supersónicos), la ciudad no se vino abajo. Quizás congestionará más nuestra colapsada infraurbana; quizás incluso mejore la vida de los vecinos, pero todo seguirá igual, la fiebre consumista se consumirá de otro modo y el chilean way of life cambió hace rato.
El Costanera Center puede ser todo lo que uno quiere que sea y no cabe duda que la congestión humana en estas pocas cuadras no es menor y sólo aumentará. Pero lo curioso de este mall en busca de su destino, lo refrescante, digamos, es que acá uno siente que está cerca, que está en la calle, que la ve, que puede escapar, que más allá de la horrorosa fuente hay un barrio, un país, una vida cerca.
Uno puede huir.
Miro hacia el techo de vidrio (hay mucha luz y cielo y la torre se alza hacia el cielo en una perspectiva hitchcockiana que va mutando y produciendo vértigo a medida que uno sube las escaleras automáticas) y pienso:
Costanera Center. C.C. ¿Así lo llamarán?
¿Nos juntamos en el C.C.? ¿Así dirán los mensajes de Whats App en el futuro? ¿Será tema en el futuro?
La duda que me asalta es: ¿la “coronta de choclo” (el nick de la torre según los instagrameros que la han fotografiado en todos sus estados) es parte del mall o el mall es la base de la torre? ¿Esta torre-más-alta-que-todas-y-aún-en-construcción es un edificio que se emparenta con las otras torres de cristal de la zona y el mall no es más que el lugar donde la gente que trabaja puede arrancarse a comer, comprar, juntarse, sacar la vuelta, hacer la cimarra?
Miro la gente llegar al patio de comidas. Es gente, con sus dolores, sueños, deudas, traumas, esperanzas.
No todo es concreto. Están acá por algo.
La vida es definitivamente más complicada, caótica, inabordable.
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