por EL MOSTRADOR
En una crónica urbana, de memoria y siempre transgresora, el escritor Pedro Lemebel publicó -a través de su cuenta Facebook- un relato retrospectivo de la infancia del senador socialista Camilo Escalona.
“Si hago el esfuerzo de recordar al Camilo de entonces, tengo que mirar la población en retrospectiva, cuando las familias atorrantes llegaron a ese barrio nuevecito, recién pintado, con plaza, escuela y mercado por allá en el año sesenta. Tengo que ver los camiones y las risas de los cabros chicos descargando sus camas Cic y sus comedores Normandos, y todo el traperío chillón de los pobres que trasladaban del Cerro Blanco o Cerrillos para habitar las casas y bloques, que los panaderos y molineros habían logrado levantar en la Gran Avenida a puro ahorro y esfuerzo”.
“Si lo pienso pendejo de apenas nueve o trece años, no puedo dejar de ver el acuario de sus ojos, que era lo único verde que chispeaba en el descolorido paisaje de la zona sur, en esos bloques de tres pisos que para nosotros eran tan altos, cuando jugábamos a ser trapecistas descolgándonos por sus barandas y fierros, a los gritos aterrados de alguna mamá tapándose los ojos para no ver el equilibrio suicida de los niños en el vacío de los bloques”.
“Los edificios de la pobla, esas cajas de cemento para almacenar familias de mapuches panaderos que eran nuestros vecinos, nuestros compañeros de juegos esas largas tardes del verano proleta. Esos calurosos e interminables eneros, cuando el ocio infantil, sin televisión, nos hacía imaginar el mundo como una aventura, como una historieta de revista, de esas revistas de monitos que cambiábamos por un peso todos los días para creernos Mizomba, Turok, Roy Rogers, o Mawa, la Reina de la Jungla, en mi caso”.
“Entonces soñábamos tantos mundos, Camilo, y las leyendas de esos comics se hacían reales en el verano haragán de esos niños tirilludos, entretenidos en tirar piedras, cazar lagartijas o robar frutas en esas casas quintas de la Gran Avenida. Recuerdo difusamente esos inocentes delitos, veo entre los carbones oblicuos de los ojos mapuches, tus pupilas de agua marina que te coronaban líder, y eras el primero en trepar la muralla sin temor a los perros y cuidadores”.
“Eras el más ágil, el único que alcanzaba los damascos maduros, tan arriba esos soles niños que mordía tu boca jugosa. Nunca tuviste vértigo por la altura, quizás por eso fuiste el único que vio venir el futuro nublado, a diferencia de toda esa camada de huachos que después crecieron pateando tarros y neumáticos en el fragor de las barricadas”.
“Fuiste el único que apretó cueva al exilio después del golpe, debe ser porque los rubios siempre apretan cachete cuando arde la selva del indiaje. Y ahora que lo pienso, ahora que te veo en la tele con tu terno tan parlamentario, caigo en cuenta que, tal vez, nunca fuiste de los nuestros, ni siquiera con el puño en alto atragantándote con esas frases rojas que les discurseabas a los estudiantes para que te eligieran presidente de la FESES*, en el liceo Barros Borgoño donde también yo estudiaba”.
“Nunca te creí del todo, Camilo, y tú nunca me viste. ¿Cómo me ibas a ver desde las alturas del Marxismo Leninista? ¿Cómo ibas a mirar al mariquilla de la pobla, un colijunto temeroso que no se atrevía a realizar las hazañas de los niños machos. Un niño raro que te veía boquiabierto chuteando la pelota en la polvareda de la plaza, que se moría por tocar el pelaje dorado de tus muslos enrojecidos por el día de playa”.
“Un solo día al año en que madrugaba la población por el paseo de la Junta de Vecinos. Entonces, los niños no dormían soñando con esa primera vez que verían el mar. Y sumaban y sumaban mares de revistas hasta el infinito. Pero igual les faltaban pozas para completar el horizonte marino. Y cuando llegaban al mar de Cartagena, frente a la inmensidad de ese cielo aguado, se quedaban cortos, mudos, acezantes ante ese abismo salado y azul. Y sólo entonces, se decidían a crecer, para poder mirar un día frente a frente al dios de las aguas”.
“Pero ninguno creció como tú Camilo, ninguno recorrió el mundo ni vio de cerca los paisajes de las revistas. Ninguno se fue de la población a otros barrios más pudientes. Ninguno fue a la universidad, ni menos llegó a presidente del partido socialista. A ninguno le bastó esa mancha azul, ese relámpago de mar para izar con triunfo su futuro. Ya todos esos niños del cuento, se los fue tragando lentamente el pantanoso destino proletario. Alguno murió en dictadura, otros en peleas de borrachos, y el resto se pudrió de cesantía, alcohol, drogas o delincuencia en alguna celda de la cárcel. Al último lo encontraron colgado de una baranda en los bloques, como si volviera a ser niño jugando al trapecio para huir de la depresión angustiosa llamada pasta base”.
“Como ves, en la población está todo casi igual, a no ser por todos los que faltan, los que se fueron esperando el día triunfal de tu regreso. Todos tenían algo que pedirle al parlamentario orgullo de la población. Todos deseaban al menos sacarse una foto contigo, para mostrarla a sus nietos y decirles que un día, ya esfumado por el alzheimer, corretearon con un famoso por los potreros de San Miguel, cuando todos los sueños infantiles cabían en unos ligeros zapatos rotos”.
En una crónica urbana, de memoria y siempre transgresora, el escritor Pedro Lemebel publicó -a través de su cuenta Facebook- un relato retrospectivo de la infancia del senador socialista Camilo Escalona.
“Si hago el esfuerzo de recordar al Camilo de entonces, tengo que mirar la población en retrospectiva, cuando las familias atorrantes llegaron a ese barrio nuevecito, recién pintado, con plaza, escuela y mercado por allá en el año sesenta. Tengo que ver los camiones y las risas de los cabros chicos descargando sus camas Cic y sus comedores Normandos, y todo el traperío chillón de los pobres que trasladaban del Cerro Blanco o Cerrillos para habitar las casas y bloques, que los panaderos y molineros habían logrado levantar en la Gran Avenida a puro ahorro y esfuerzo”.
“Si lo pienso pendejo de apenas nueve o trece años, no puedo dejar de ver el acuario de sus ojos, que era lo único verde que chispeaba en el descolorido paisaje de la zona sur, en esos bloques de tres pisos que para nosotros eran tan altos, cuando jugábamos a ser trapecistas descolgándonos por sus barandas y fierros, a los gritos aterrados de alguna mamá tapándose los ojos para no ver el equilibrio suicida de los niños en el vacío de los bloques”.
“Los edificios de la pobla, esas cajas de cemento para almacenar familias de mapuches panaderos que eran nuestros vecinos, nuestros compañeros de juegos esas largas tardes del verano proleta. Esos calurosos e interminables eneros, cuando el ocio infantil, sin televisión, nos hacía imaginar el mundo como una aventura, como una historieta de revista, de esas revistas de monitos que cambiábamos por un peso todos los días para creernos Mizomba, Turok, Roy Rogers, o Mawa, la Reina de la Jungla, en mi caso”.
“Entonces soñábamos tantos mundos, Camilo, y las leyendas de esos comics se hacían reales en el verano haragán de esos niños tirilludos, entretenidos en tirar piedras, cazar lagartijas o robar frutas en esas casas quintas de la Gran Avenida. Recuerdo difusamente esos inocentes delitos, veo entre los carbones oblicuos de los ojos mapuches, tus pupilas de agua marina que te coronaban líder, y eras el primero en trepar la muralla sin temor a los perros y cuidadores”.
“Eras el más ágil, el único que alcanzaba los damascos maduros, tan arriba esos soles niños que mordía tu boca jugosa. Nunca tuviste vértigo por la altura, quizás por eso fuiste el único que vio venir el futuro nublado, a diferencia de toda esa camada de huachos que después crecieron pateando tarros y neumáticos en el fragor de las barricadas”.
“Fuiste el único que apretó cueva al exilio después del golpe, debe ser porque los rubios siempre apretan cachete cuando arde la selva del indiaje. Y ahora que lo pienso, ahora que te veo en la tele con tu terno tan parlamentario, caigo en cuenta que, tal vez, nunca fuiste de los nuestros, ni siquiera con el puño en alto atragantándote con esas frases rojas que les discurseabas a los estudiantes para que te eligieran presidente de la FESES*, en el liceo Barros Borgoño donde también yo estudiaba”.
“Nunca te creí del todo, Camilo, y tú nunca me viste. ¿Cómo me ibas a ver desde las alturas del Marxismo Leninista? ¿Cómo ibas a mirar al mariquilla de la pobla, un colijunto temeroso que no se atrevía a realizar las hazañas de los niños machos. Un niño raro que te veía boquiabierto chuteando la pelota en la polvareda de la plaza, que se moría por tocar el pelaje dorado de tus muslos enrojecidos por el día de playa”.
“Un solo día al año en que madrugaba la población por el paseo de la Junta de Vecinos. Entonces, los niños no dormían soñando con esa primera vez que verían el mar. Y sumaban y sumaban mares de revistas hasta el infinito. Pero igual les faltaban pozas para completar el horizonte marino. Y cuando llegaban al mar de Cartagena, frente a la inmensidad de ese cielo aguado, se quedaban cortos, mudos, acezantes ante ese abismo salado y azul. Y sólo entonces, se decidían a crecer, para poder mirar un día frente a frente al dios de las aguas”.
“Pero ninguno creció como tú Camilo, ninguno recorrió el mundo ni vio de cerca los paisajes de las revistas. Ninguno se fue de la población a otros barrios más pudientes. Ninguno fue a la universidad, ni menos llegó a presidente del partido socialista. A ninguno le bastó esa mancha azul, ese relámpago de mar para izar con triunfo su futuro. Ya todos esos niños del cuento, se los fue tragando lentamente el pantanoso destino proletario. Alguno murió en dictadura, otros en peleas de borrachos, y el resto se pudrió de cesantía, alcohol, drogas o delincuencia en alguna celda de la cárcel. Al último lo encontraron colgado de una baranda en los bloques, como si volviera a ser niño jugando al trapecio para huir de la depresión angustiosa llamada pasta base”.
“Como ves, en la población está todo casi igual, a no ser por todos los que faltan, los que se fueron esperando el día triunfal de tu regreso. Todos tenían algo que pedirle al parlamentario orgullo de la población. Todos deseaban al menos sacarse una foto contigo, para mostrarla a sus nietos y decirles que un día, ya esfumado por el alzheimer, corretearon con un famoso por los potreros de San Miguel, cuando todos los sueños infantiles cabían en unos ligeros zapatos rotos”.
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