El portaviones ‘Harry S. Truman’ se mueve por el golfo Pérsico en misión de combate. Su gigantesca barriga está llena de cazabombarderos y helicópteros. Es tan alto como un edificio de 25 pisos. Resulta un arma sofisticada, la más poderosa de la Armada de Estados Unidos, para atacar al Estado Islámico en Siria e Irak. La tripulación está formada por unos 5.000 militares y el 15% son mujeres. Su laberíntica estructura interior hierve de actividad. La adrenalina y el estruendo se sienten en cada maniobra de despegue y aterrizaje: las catapultas que hay en cubierta ponen los aviones de 0 a 250 kilómetros por hora en dos segundos. “Podemos provocar destrucción o llevar la paz”, dice el capitán.
Por Guillermo Cervera
EL portaviones apareció de repente por la pequeña ventanilla sucia y rayada del baqueteado bimotor Grumman C-2 A Greyhound. Realmente, y de acuerdo con el tópico, parecía un sello. Asustaba pensar que había que aterrizar allí. La visión conjuraba imágenes de Midway, el Mar del Coral, Leyte: portaviones descubiertos en el ancho océano y atacados desde el aire por osados aviadores que luego sufrían terribles accidentes al estrellarse sus aparatos vacíos de combustible o averiados por el fuego antiaéreo enemigo al tratar de aterrizar en sus propios navíos. Coraje, fuego y dolor. Intenté llamar la atención de mi vecino de asiento, un piloto de San Diego que regresaba de permiso, pero resultaba difícil porque íbamos inmovilizados con cinturones de seguridad de arnés, llevábamos cascos, auriculares para evitar en lo posible el ensordecedor ruido de las hélices y grandes gafas de protección. Además el tipo –valiente mortal– se había dormido. Iniciamos el descenso hacia el USS Harry S. Truman (CVN-75), que se encontraba en misión de combate, adoptando ángulos inquietantes. Las aguas del golfo Pérsico rielaban, unas veces abajo, otras arriba, como un espejo encantado y quebradizo.
El vuelo desde la base de Baréin –el reino insular aliado de EE UU– había sido brusco, por decirlo suave. En realidad todo era rudeza, como corresponde a un ejército desplegado en zona de conflicto para librar una guerra sin tregua contra un enemigo despiadado. El teniente de la US Navy Ian M. McConnaughey había pasado a recogernos muy temprano en el hotel para ir hasta la base.
Tras atravesar varios puestos de seguridad con soldados armados hasta los dientes y atrincherados detrás de sacos terreros –un ambiente digno de Homeland y Restrepo– llegamos hasta las instalaciones de vuelo, que la Marina llama The Beach, La Playa, como a cualquier otro lugar de tierra firme. Allí hubo que pasar un buen rato haciendo lo que mejor se les da a todos los ejércitos del mundo: esperar. En la cantina de la base proyectaban para desayunar La caza del Octubre Rojo. La película se interrumpió para emitir un anuncio del cementerio de Arlington. En una pared se veía un cuadro con fotos de personal que no correspondían al empleado del mes, sino a la cadena de mando estadounidense en Baréin. Entró uno de los centinelas de la base, una jovencita rubia con mirada decidida y uniforme de camuflaje, que pidió un café sin soltar un momento su M16.
En la primera imagen, un miembro del equipo verde de operaciones descansa en cubierta.
Por Guillermo Cervera
EL portaviones apareció de repente por la pequeña ventanilla sucia y rayada del baqueteado bimotor Grumman C-2 A Greyhound. Realmente, y de acuerdo con el tópico, parecía un sello. Asustaba pensar que había que aterrizar allí. La visión conjuraba imágenes de Midway, el Mar del Coral, Leyte: portaviones descubiertos en el ancho océano y atacados desde el aire por osados aviadores que luego sufrían terribles accidentes al estrellarse sus aparatos vacíos de combustible o averiados por el fuego antiaéreo enemigo al tratar de aterrizar en sus propios navíos. Coraje, fuego y dolor. Intenté llamar la atención de mi vecino de asiento, un piloto de San Diego que regresaba de permiso, pero resultaba difícil porque íbamos inmovilizados con cinturones de seguridad de arnés, llevábamos cascos, auriculares para evitar en lo posible el ensordecedor ruido de las hélices y grandes gafas de protección. Además el tipo –valiente mortal– se había dormido. Iniciamos el descenso hacia el USS Harry S. Truman (CVN-75), que se encontraba en misión de combate, adoptando ángulos inquietantes. Las aguas del golfo Pérsico rielaban, unas veces abajo, otras arriba, como un espejo encantado y quebradizo.
El vuelo desde la base de Baréin –el reino insular aliado de EE UU– había sido brusco, por decirlo suave. En realidad todo era rudeza, como corresponde a un ejército desplegado en zona de conflicto para librar una guerra sin tregua contra un enemigo despiadado. El teniente de la US Navy Ian M. McConnaughey había pasado a recogernos muy temprano en el hotel para ir hasta la base.
Tras atravesar varios puestos de seguridad con soldados armados hasta los dientes y atrincherados detrás de sacos terreros –un ambiente digno de Homeland y Restrepo– llegamos hasta las instalaciones de vuelo, que la Marina llama The Beach, La Playa, como a cualquier otro lugar de tierra firme. Allí hubo que pasar un buen rato haciendo lo que mejor se les da a todos los ejércitos del mundo: esperar. En la cantina de la base proyectaban para desayunar La caza del Octubre Rojo. La película se interrumpió para emitir un anuncio del cementerio de Arlington. En una pared se veía un cuadro con fotos de personal que no correspondían al empleado del mes, sino a la cadena de mando estadounidense en Baréin. Entró uno de los centinelas de la base, una jovencita rubia con mirada decidida y uniforme de camuflaje, que pidió un café sin soltar un momento su M16.
En la segunda, varios tripulantes hacen pesas en el hangar del buque bajo racimos de bombas almacenadas.
Un teniente de 26 años llamado Rob Roy (¡!) y vestido con mono de vuelo adornado con las insignias de los Rawhides, el escuadrón VRC-40 de Greyhounds del portaviones, ofreció un cursillo acelerado de supervivencia en esos aparatos cuya misión –en la Marina todo son siglas– es COD (carrier onboard delivery), o sea, llevar cualquier cosa –incluidos nosotros– de La Playa al barco y viceversa. “Es muy excitante, ya veréis. Aterrizar en un portaviones resulta de lo más intenso”, animó tras advertir de la fortísima, tremenda sacudida que debíamos esperar cuando el gancho del aparato aferrara el cable en la cubierta y el avión se detuviera de golpe. Explicó también que había que salir rápido y ordenadamente del aeroplano pues del Harry S. Truman “están despegando continuamente los F-18 Hornet y Super Hornet que van a Siria, Irak y Afganistán, y vuelven”. Van con bombas y vuelven sin, claro. Roy acabó sus instrucciones quitándose las Ray-Ban y extrayendo de un bolsillo en la pernera del mono una serie de escudos de tela de su escuadrón que ofreció a cinco dólares cada uno.
Caminamos por la pista en fila india hasta el avión equipados como si fuéramos a pilotarlo nosotros mismos. “No se hagan ilusiones, esto no está hecho para pasajeros, sino para carga”, informó el piloto antes de situarse a los mandos. No iba a haber carrito de bebidas. El aterrizaje fue una ordalía dominada por los enérgicos gritos de “¡Go, go, go!” del aviador. Se arremolinaban en la cabeza las imágenes de los viejos cazas Hellcat pasándose de frenada en el Enterprise durante la batalla de Guadalcanal. El trallazo al engancharnos en la cubierta del Truman fue salvaje, inenarrable. Ya estábamos.
Descendimos como marines por el portón trasero y su rampa para encontrarnos en medio de un mundo alucinante, un tráfago de gente ataviada de colores en función del servicio que prestaban, aviones y helicópteros. Todo parecía girar alrededor mientras tratabas de poner orden en el aluvión de imágenes y sensaciones envueltas en adrenalina y olor a combustible de alto octanaje. Recortada contra el cielo azul estaba la alta torreta de la sobreestructura (The Island, La Isla, en lenguaje de la US Navy), con el puente de mando, los mástiles y radares. Un gran 75 pintado de blanco figuraba en la base y la ominosa inscripción “Beware of jets blast propellers and rotors” (cuidado con las hélices y las turbinas). Un estruendo sordo lo dominaba todo: el ruido de los reactores que despegaban. “The sound of freedom” (el sonido de la libertad), lo llaman. Cruzaron ante el sol tres F-18 en formación. Pasamos ante una fila de cazabombarderos estacionados, grises y amenazadores. De repente bajábamos por una escalerilla y se hizo oscuro.
En una habitación aguardaban los cicerones y guardianes, los oficiales Timothy Pietrack y Candice Tresch. Tras ellos nos adentramos en un laberinto de corredores y compuertas, cambiando una y otra vez de nivel. El Truman por dentro es un verdadero hormiguero de acero por el que circulan constantemente, cruzándose en la miríada de intersecciones, los más de 5.000 tripulantes del portaviones. Es un mundo claustrofóbico, opresivo, industrial, al que en general no llega la luz del exterior. Con cierta pátina carcelaria, la pesadez ambiental del confinamiento.
El Truman es uno de los orgullos de la US Navy. Materialización imponente del poderío imperial estadounidense, se vincula a la historia naval del país y especialmente a la tan prolija y violenta de los portaviones no solo con la disciplina y la memoria, sino con sus dos ciclópeas anclas, que pertenecieron al viejo USS Forrestal. La bandera de batalla del Truman luce dos cañones cruzados y la contundente leyenda “Give’em hell”, algo así como “dales el infierno”, que suena muy bestia dada la condición guerrera del portaviones, pero que en realidad es un homenaje al 33º presidente de EE UU que le ha dado nombre, Harry S. Truman. El presidente fue saludado con esa frase, que se usa para animar a emplearse a fondo y duro en algo, en una campaña electoral (“Give them hell, Harry!”).
En el hangar, un gigantesco espacio en el corazón del buque, debajo de la cubierta de vuelo, se guardan y se reparan los aviones y helicópteros. En el techo se almacenan colgados en grandes cantidades las bombas y misiles de los F-18. Se puede contemplar el mar a través de las inmensas aperturas de los ascensores. En el horizonte navegaba uno de los destructores de escolta del Truman. El hangar era un hervidero de actividad. Numerosos operarios estaban encaramados a los aparatos y pululaban sobre sus pieles de acero. Estirando el brazo podías acariciar el morro de un Hornet esperando que no te mordiese. El hangar es también un inmenso gimnasio: hay por todas partes bicicletas estáticas, cintas de correr, steppers, pesas… Todo el que no está de servicio está haciendo ejercicio. Una sorprendente combinación entre Fighter Wing y Body Factory. Un musculoso afroamericano realizaba flexiones en una colchoneta casi debajo de un Super Hornet que lucía en el timón de cola la calavera y las tibias de una de las escuadrillas. Otros emblemas son el puño con un rayo y el león alado o grifo de los Pukin’ Dogs (la mujer de un piloto dijo que la imagen le parecía la de un perro vomitando y a los aviadores les encantó el apelativo). Frente al perfil anguloso y definitivamente amenazador de los escualos aéreos dormidos, muchos con bombas dibujadas en el fuselaje que contabilizaban las numerosas misiones de bombardeo, pasó una mujer de la limpieza armada con una fregona. Las mujeres son numerosas a bordo, alrededor del 15%, y las hay en todos los puestos, incluso pilotos, aunque ahí la proporción cae a menos del 5%.
Pietrack guio a través de inacabables tramos de escalerillas hasta el puente de mando del Truman, en las alturas de La Isla. Amplios ventanales arrojaban unas vistas espectaculares de la cubierta de vuelo con los reactores despegando y aterrizando atronadoramente. Era como estar en un fotograma particularmente intenso de Top Gun. Alguien carraspeó. En una butaca giratoria se encontraba un hombre maduro vestido bastante informalmente –como en general todo el mundo en el barco– con la camiseta de cuello alto del equipo verde y sobre el pecho la inscripción CCSG 8, las siglas de commander carrier strike group 8, comandante del grupo de ataque de portaviones 8, del que el Truman es el buque insignia. Resultaba sorprendente que el contralmirante Bret C. Batchelder, pues era él, tuviera tiempo para la prensa mientras dirigía las operaciones de combate de la flota contra el Estado Islámico (ISIS). Nativo de Colorado, profusamente condecorado incluso con una Estrella de Bronce, Batchelder ha sido piloto de F-18 con más de 5.000 horas de vuelo, 100 misiones de combate y 1.100 aterrizajes en portaviones. ¡Jopé!, era como encontrarse frente a una mezcla de William Halsey, el gran jefe de los portaviones de la II Guerra Mundial (“Look at that big bastard burn!” [¡mira cómo arde ese cabrón!]), y el Maverick de Tom Cruise.
Explicó que el grupo 8 que comanda lo componen el Truman, un crucero de clase Ticonderoga y cuatro destructores. Recordó que el Truman, apodado Lone Warrior y botado en 1996, es el octavo de los portaviones de clase Nimitz, de propulsión nuclear (lleva dos reactores), lo más poderoso que tiene la Armada estadounidense, el puño de hierro de los mares (hasta que entren en servicio los nuevos superportaviones de clase Ford). Un verdadero coloso del tamaño de un edificio de 25 pisos. ElTruman mide 333 metros de largo y 78 de ancho, puede cargar 90 aviones (especialmente los Hornet y Super Hornet que han sustituido como caza naval a los F-14 Tomcat de Top Gun) y la superficie de su cubierta de vuelo es de 1,8 hectáreas. Desplaza 97.000 toneladas y navega hasta a 30 nudos (56 kilómetros por hora).
“Estamos aquí para contribuir a la seguridad en la zona y garantizar el tránsito libre del comercio”, señaló el CCSG 8 con la confianza en uno mismo que da estar sentado a los mandos de un portaviones. Destacó “la flexibilidad y agilidad” del Truman y siguió enumerando características del navío. Al preguntarle directamente por las operaciones de combate –de las que todo el mundo a bordo se mostró eufemístico y muy reticente a entrar en detalles–, dijo que actualmente las estaban efectuando contra objetivos en Irak y Siria. “La típica misión de los pilotos es ir allí y volver”. Bombardeando. “Sí, pero no solo. Hay misiones de reconocimiento, de apoyo, de escolta…”.
“La misión del portaviones es proyectar poder”, continuó el contralmirante. “No es únicamente una tarea militar. Se trata también de infundir respeto. Hay un aspecto diplomático e incluso de relaciones públicas”. En ese momento despegó un Super Hornet con un estrépito inenarrable.
Después de la comida –se sirven 18.000 diarias, menús muy simples de aspecto poco apetitoso–, subimos a la cubierta de vuelo para ver de cerca los despegues y aterrizajes de los “pájaros”. Inmediatamente apareció el primer F-18 como salido de la nada. Enfiló el portaviones balanceando las alas y se dejó caer sobre la pista, extraordinariamente cerca; fue como sentir la llegada de un dragón, el trueno de su rugido y su aliento de fuego. El gancho de la cola quedó atrapado por uno de los cuatro gruesos cables de acero extendidos sobre la cubierta, que cedió unos metros hasta que frenó al aparato y luego regresó a su posición inicial con un tremendo latigazo capaz de partirte en dos. Vista de cerca, la maniobra resulta de una brutalidad tremenda. A pesar de la apariencia de irrealidad que provoca el aislamiento visual y auditivo, la sensación de peligro es estremecedora –en agosto pasado, un caza se incendió en la cubierta, el piloto se eyectó y él y un marinero resultaron malheridos–; también la excitación. Despegaron dos F-18 casi al unísono, lanzados por sendas catapultas de raíl. Estas, capaces de poner a los aviones de 0 a 250 kilómetros por hora en dos segundos, funcionan con pistones de vapor y dejan en el aire nubes blancas que tardan en disolverse creando extraños efectos ópticos. De la cubierta habían brotado unos grandes escudos –los JBD, jet blast deflectors– para proteger a los operarios de los escapes de los reactores. Despegó un tercero. Y un cuarto. Una turbulenta orgía de metal y poder. La escuadrilla se juntó en el aire, dando pasadas sobre el portaviones como una bandada de inmensos, terribles vencejos.
En la base de La Isla se encuentra el cuarto de control de la cubierta, donde, sobre una mesa, los operarios desplazaban unos avioncitos como en las películas de la II Guerra Mundial. Es un entorno estresante. “Nunca hay rutina y tenemos días de mucha presión, y momentos muy dinámicos con muchos jets en el aire”, explicó el sargento Josua Clarke. A la pregunta de si los pilotos acostumbran a hacer acrobacias sobre el Truman, como Maverick, Clarke respondió: “A veces. Lo que no hay en esta campaña son dogfights, combates aéreos, y prevalecen las misiones de ataque aire-tierra. El ISIS no tiene aviones, que sepamos”.
Otro tema es el sexo a bordo. “No lo hay”, zanjó el teniente Pietrack pegando un respingo. ¿Cinco mil personas de ambos sexos con una media de edad de 22 años y embarcados durante meses y no hay sexo? “Hay muy pocos romances a bordo, de hecho están prohibidas las efusiones amorosas. Hombres y mujeres trabajamos como un equipo de iguales y se mantiene la profesionalidad en todo momento”. En el portaviones, hombres y mujeres duermen separados. La marinería en grandes dormitorios.
De nuevo al puente, para una conversación con el capitán delTruman, Ryan B. Scholl, de 50 años, que además de mandar el portaviones es piloto naval. “Somos una base flotante, capaz de responder a cualquier desafío con rapidez y contundencia y, en nuestra condición de buque insignia, la punta de lanza de esta fuerza de combate”, explicó. “Esa es nuestra primera responsabilidad, pero yo también la tengo con toda la gente a bordo. De alguna manera son mis chicos. Y he de ayudarlos a crecer personal y profesionalmente”. El Truman parecerá un crucero o una ciudad flotante, pero es un arma. “Una gran arma o un medio de diplomacia”, puntualizó. “Podemos provocar destrucción o llevar la paz”.
Había caído la noche. Pero la actividad no se detenía en el portaviones. En el hangar, las luces anaranjadas creaban raros efectos en los aviones aparcados. Pasó un hombre en bermudas haciendo footing entre los aparatos. Otro saltaba a la comba… El entretenimiento en el portaviones es limitado: televisión (el canal de la flota), música, juegos, ejercicio físico. No hay cobertura de Internet a bordo. Existe una biblioteca con 1.200 libros.
El teniente Pietrack condujo hacia una de las citas estrella de la visita: con un auténtico top gun, uno de los pilotos del Strike Fighter Squadron (VFA) 25, una de las escuadrillas de caza del Ala 7 embarcada en el Truman. La VFA-25 es conocida como The Fist of the Fleet, el puño de la flota. El encuentro era en el local de la escuadrilla. Un pequeño pterodáctilo pendía del techo y en una pared colgaba un panel con los apodos de los aviadores del grupo (los usan en las comunicaciones por radio): Decaf, Buddy, Schwarma, Macho… El capitán Winston Scott, afroamericano de Texas, vestía mono de vuelo. En la escuela Top Gun, explicó, realizó el curso de Adversary, y le ha quedado como apodo, aunque el mote oficial es Stoner. “Era el bad guy, practicando tácticas del adversario”, explicó con una sonrisa muy blanca, “como Tom Cruise”. En la habitación colgaba un póster del actor en el filme y Scott posó encantado junto a él. Scott pilota Super Hornet, “que es mucho más avión que los de la película”. En la “típica misión”, detalla, vuelan sobre Irak y Siria. ¿Y cómo es? “Como cualquier trabajo. A veces el vuelo dura seis horas. Hay mucha camaradería. Eso es muy importante entre pilotos. Es un trabajo peligroso, pero lo hacemos juntos. Somos profesionales”. Son muy conscientes del poder de sus aviones. “Oh, sí, y de nuestra responsabilidad, poner el foco en la misión y mantenerte a salvo”. Más allá de la misión, el objetivo, la terminología, su trabajo mata a personas, allá abajo. “Hacemos lo que nos dicen. Normalmente estamos muy ocupados para pensar en eso. No pienso mucho en ello”.
Para el viaje de vuelta, al día siguiente, nos dirigieron a un helicóptero Seahawk. La fiesta iba a ser completa. En un asiento se acomodó un nadador de combate, con gafas de bucear ysnorkel. Indicó que la puerta debía permanecer abierta todo el viaje. El helicóptero despegó con el ruido multiplicado de una avispa en un vaso. Lo hizo sin que sonara la Cabalgata de las valquirias. Se elevó impetuosamente sobre la cubierta. ElTruman volvió a quedar reducido al tamaño de un sello y luego el mar se lo tragó, con sus aviones y sus marineros, con todo su orgullo y su violencia, como si nunca hubiera estado ahí. Give’em hell.
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